Recibo con alegría y gratitud la invitación a escribir para Imago Agenda sobre un tema que me reunirá con muchos colegas compatriotas (y seguro que con otros más): La era de la compulsión generalizada. El límite de 2.000 palabras, incluyendo las citas bibliográficas, me obliga a ser concentrado y a no dejarme llevar por una compulsión de abarcarlo todo. Con solo poner los títulos de los libros que me siento compulsado a leer cubriría, seguro, muchas más que esas 2.000 o 2013 palabras si quiero adecuarme a estos cien años de Tótem y tabú.
El título desliza subrepticiamente una presuposición: vivimos en un tiempo caracterizado por la generalización de los comportamientos compulsivos, una “era” equivalente a la que Lipovetsky bautizó como La era del vacío. ¿Será esa “compulsión generalizada” la de llenar el vacío generalizado de la vida contemporánea? ¿O estamos ante una nueva propuesta o una nueva tentativa para dar a una cierta formación clínica o síndrome un carácter dominante que pone a todos los demás en condición de subordinación o las reduce a ser meras variantes de la forma “generalizada”? ¿Se tratará de sumar uno más a la lista de los “significantes amo” que colectivizan a los sujetos alrededor de su consigna (mot d’ordre)?
La tentación de encontrar una “patología” o un “cuadro clínico” o una “estructura” prevalente parece históricamente consustancial con el psicoanálisis. En el principio tuvimos, y ya desde Freud, a la neurosis y especialmente la histeria, de la cual, la neurosis obsesiva era un “dialecto”. La “normalidad”, si existiese, sería una excepción que no tendría pasaporte para insertarse en el discurso psicoanalítico (Koren, 2013). A tal punto que se admite, en la clínica de los lacanianos, que la histerización es un requisito para la entrada en el análisis pues sólo desde el discurso de la histeria, desde la demanda del sujeto dividido, podría establecerse la transferencia. Los primeros fueron, sin duda, los tiempos de la “neurosis generalizada”, una vez expulsado el ¿abominable? espectro de la normalidad.
Luego se difundieron las “nuevas enfermedades del alma” y llegó la noticia de la aparición de “neosujetos” que escapaban al marco tradicional de la neurosis. Así pudimos leer a Jean-Pierre Lebrun proponiendo La perversion ordinaire (París, Denoël, 2007) y a muchos autores, anteriores y posteriores a Lebrun, que simpatizan con esa postura cuyo adalid es Charles Melman, una de cuyas últimas obras lleva por título La nouvelle économie psychique (Toulouse, érès, 2009). Como la referencia a Freud no puede faltar, se invoca lógicamente que si todo niño es, como no dejamos de repetir, “perverso polimorfo” y que si la libido solo abandona transitoriamente las posiciones en las cuales la pulsión encontró su fuente, existe constantemente la posibilidad de regresar a esas posiciones. Sobre esta base puede justificarse la afirmación de una “perversión generalizada” e invocar hechos sociológicos, datos estadísticos, transformaciones jurídicas, novedosas y populosas maneras de gozar apuntaladas en el progreso tecnológico, etc.
Bien es sabido que Lacan (en 1956) debatía ásperamente con los kleinianos que sostenían la tesis de los comienzos de la existencia en la “posición esquizo-paranoide”, para pasar luego a la “posición depresiva” que permitiría la constitución del objeto y el inicio de las “relaciones de objeto” en un mundo poblado por fantasías psicóticas y por el reinado de los procesos primarios. Luego Lacan cambió su postura y pudo afirmar que ser psicótico no es un privilegio y que tal vez “la mayoría” lo es (1975). Más adelante (1978) dijo: “Tout le monde est fou, c’est à dire, délire”. No había, pues, lugar para la sorpresa cuando Jacques-Alain Miller argumentó y publicó La psychose ordinnaire (París, Agalma-Le Seuil, 1999), instigando a muchos de sus compañeros institucionales a hacerse eco de esta “novedad” que es hoy un lugar común en importantes sectores del lacanismo. Por ello Tout le monde délire pudo ser el título de una revista que adoptaba ese lema: (La cause freudienne, #67, París, Navarin, 2007). Todo deviene en delirio, inclusive el psicoanálisis “un delirio del que se espera que traiga una ciencia” (Lacan, 1977). Entramos así, sin remilgos, en la época de la “psicosis generalizada”.
Desde el lado del “psicoanálisis internacional”, con Kohut, Green, Bergeret y Kernberg, nos enteramos de que ni la neurosis ni la psicosis eran generales sino apenas coroneles en un mundo de la clínica donde la posición estelar era detentada por los “narcisistas” junto con los “limítrofes”, derivados de la vieja “neurosis del carácter” de Reich, resistentes por naturaleza y por excelencia al encuadre analítico y necesitados de una adaptación de éste a la nueva pandemia del “borderline generalizado”.
La psiquiatría mundial no tardó en aliarse con el develamiento de los “trastornos de la personalidad” que no excluían a ninguno de los demás “trastornos mentales” sino que constituían su base y la de esa nueva y muchedumbrosa patología que es la distimia, alentada por la necesidad de promover fármacos llamados “antidepresivos” y “ansiolíticos”. ¿Generalizados? ¡Generaliados los trastornos de la personalidad, la ansiedad y la depresión! Generalizada la necesidad de recibir suplementos psicofarmacológicos para soportar la vida.
¿Por qué tendría la histeria y no la neurosis obsesivocompulsiva el máximo de las estrellas en las charreteras psicopatológicas? No se puede discutir que la cultura contemporánea alienta la sustitución de la dicción por la actuación. Estamos, pues, en un sociedad de la adicción, “a-dicción” porque no se dice, “A-dicción” porque el Otro cierra los ojos, nada dice y nada escucha, “@-dicción” del objeto a minúscula (@), que usurpa el lugar del sujeto barrado como agente de un nuevo discurso que llamamos “discurso de los mercados” en sociedades que no son las de soberanía y las de control analizadas por Foucault sino las nuevas sociedades de control anticipadas por Burroughs y Deleuze (Néstor A. Braunstein, El inconsciente, la técnica y el discurso capitalista, México, Siglo XXI, 2012). Es la “adicción generalizada” que hoy nos reúne y que encuentra su apogeo fenomenológico en una multitud de situaciones que sería ocioso enumerar y describir pues todos las conocemos, las padecemos y las presenciamos. Si se prefiere, podemos, ¿por qué no? hablar de la “compulsión generalizada”.
¿Y si la compulsión fuese la nuestra, la de “generalizar”, privilegiando una forma de sufrir (de gozar), haciendo de ella una especie de “norma” estadística que disuelve la singularidad de los casos en conjuntos representados por un significante amo y emblemático? Esto nos conduce al problema fundamental de la clínica psicoanalítica, el de tener que optar entre entidades “nosológicas” derivadas, por un lado, de la psiquiatría clásica y traídas a nuestros lares por Freud, Klein y Lacan y, del otro lado, leales a esos nombres y al método con que intervenimos, a la renuencia a las clasificaciones. Nos apegamos al “caso por caso” que significa, no un diagnóstico para cada uno, sino una apertura a la escucha de la variable situación de un sujeto en la transferencia que puede, incluso en una misma sesión, pasar por coyunturas momentáneas donde se aprecian, en el discurso, en el lenguaje, en el encadenamiento fonemático y sintagmático, el fantasma, el delirio, el síntoma de una y otra clase, el traspaso de los límites, las conversiones somáticas, en fin, las variables “formaciones del inconsciente” o las “formaciones del objeto @”, caras a Nasio.
Todos hemos aprendido que no había “enfermedades mentales” sino “estructuras clínicas” y nos hemos empeñado en dividirlas en una tríada de neurosis-perversión-psicosis que estarían dominadas por la Verdrängung, Verleugnung y Verwerfung como mecanismos específicos de cada una de ellas. En tiempos pasados hemos enseñado e insistido en que, por ser “estructuras”, son eternas e infranqueables y pueden equipararse a continentes geográficos; ni modo que lo que está en África quede en Oceanía o en Europa. Si la psicosis se basa en la forclusión del significante del nombre-del-padre, ella siempre se encontrará en el paciente llamado psicótico, sea delirante o esquizofrénico o incluso compensado, no desencadenado, latente o “larval” como ya decía Glover ¡en 1932! que éramos todos. Si no, hasta podrá reconocerse como “forclusión de hecho” por el fracaso del padre (cf. Joyce). Post hoc, propter hoc: siempre se comprobará que todo psicótico resulta de una forclusión del nombre del padre o de un fracaso del anudamiento borromeo que hace que uno de los anillos, ora el imaginario, ora el simbólico, se desprenda y que el “sinthoma” falle en su función de recuperarlo y reanudarlo. Tal parece que la psicosis es la causa de la forclusión (en el razonamiento del analista) más que la forclusión la causa de la psicosis.
El problema es, pues, el de una opción de hierro en la clínica: el de la continuidad de las “posiciones subjetivas” o el de la discontinuidad de las “estructuras clínicas”. ¿Nos manejamos con la rigidez del nudo borromeo o con la flexibilidad del nudo en trébol? Dígase lo que se diga, la llamada “clínica borromea” no desplaza sino que refuerza la “clínica estructural”, aunque cabe notar la reciente y misteriosa desaparición de la “estructura perversa” de la que parece que nadie, entre nuestros contemporáneos, quiere acordarse, quizás por las mismas razones por las cuales, en los años ’70, los psiquiatras resolvieron que la homosexualidad dejaba de ser un trastorno mental. ¿Hemos aprendido algo nuevo o terminamos aceptando que hablar de una “estructura perversa” se ha vuelto “políticamente incorrecto”?
Es preciso acentuar en este momento histórico, en esta “era tecnológica”, nuestras diferencias con la psiquiatría (con la del DSM-5, no con la de los psiquiatras, los muchos que resisten a la (uni)formación médica de la especialidad). La clínica psicoanalítica se centra en el análisis, a través del discurso, de las posiciones subjetivas, de las maneras de ubicarse de un sujeto ante su goce y ante el goce del Otro. El psicoanalista no organiza conjuntos ni generalidades ni series; se caracteriza por escuchar lo contingente del sujeto en su presentación única e irrepetible, cada uno llevando su vida lo mejor que puede y dragando los canales donde su goce se ha estancado gracias al ahora bienvenido sinthoma que permite el fluir del tiempo en el camino hacia la muerte. Ese sinthoma, desprendido del discurso médico, suplencia de la inexistente relación sexual, es una invención personal que toma formas tan variables como el padre, la pareja, el trabajo, el psicoanalista, el hobby, la droga, la peculiaridad amorosa, el arte, el significante amo de una existencia que, mediante ese truco, se anuda en el “lazo social”… o el delirio que lo mantiene a distancia de él y lo transforma en un desabonado del inconsciente.
¿Y si pudiésemos escapar de la taxonomía jerárquica de reino, clase, orden, familia, especie para llegar, por fin, a ese equivalente del espécimen que es, entre los hablentes, el sujeto de lalengua? Una vez que tomamos al hablente como punto de partida, no como punto de llegada, comprendemos que ninguna tipificación le alcanza y que es a partir de él, por inducción y no por deducción, que pueden establecerse el saber y el discurso del psicoanálisis ¾ a distinguir del discurso del psicoanalista que es, en esencia, un discurso sin habla (sans parole ¾ en singular). Sin generalización.
* Psicoanalista mexicano nacido en Argentina (1941). Profesor de posgrado en la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus últimos libros publicados (en 2012 y 2013) son El inconsciente, la técnica y el discurso capitalista, La memoria del uno y la memoria del Otro, Traducir el psicoanálisis, Clasificar en psiquiatría y, como coautor y coeditor, Freud: a cien años de Tótem y tabú (1913-2013) en francés, portugués y español.