En mayo de 2016, después de mantener una frecuente correspondencia con María Elena Elmiger, profesora en la Universidad Nacional de Tucumán, Argentina, antes aun de haber recibido el texto definitivo de su libro, recibí su invitación para escribir un prefacio a la obra. Como al mismo tiempo me complacía en escribir otro prólogo para un libro que preparaba la Universidad Veracruzana de México para celebrar los 100 años de la publicación (1916-2016) de «Duelo y Melancolía» de Sigmund Freud, propuse a María Elena (Malena) que se incluyese en esa obra colectiva, cosa que hizo. De esa coincidencia surgió para mí la idea de hacer un «epistoprólogo» complementando ambos textos. Así surgió el prefacio que los interesados podrán leer a continuación. El libro de Elmiger apareció como un bello volumen editado por Argus-a (Los Angeles, California, EEUU) y Argus-a, Artes y Humanidades (Buenos Aires, Argentina) en 2016 con ISBN 978-1-944508-02-9
¡Lo que son las cosas, esas afortunadas coincidencias que dan sabor a nuestras vidas!
En junio de 2015, habiéndome ya trasladado de México a Barcelona para empezar un segundo y fecundo exilio, recibo un correo de mi querida amiga Malena Elmiger:
“Querido Néstor: ¿Cómo estás? Te escribo apelando a tu generosidad, con un poco de vergüenza, por qué no decirlo…
“Acabo de terminar un libro que me costó mucho escribir, sobre todo porque fue primero mi tesis doctoral y luego traté de que tome forma de libro. A mí me encantaría que vos lo prologues. Su posible título es: DUELOS: ENTRE LO PÚBLICO, LO PRIVADO Y LO INTIMO”.
¿Qué, en qué términos, le contestaría? Como siempre que recibo una invitación semejante, no me apresuro sino que pido el texto del libro a prologar y eso significa, por lo común, si, como en este caso y en principio, por simpatía con la autora, estuviese dispuesto a aceptar, el comienzo de un diálogo en el que aprendo de quien me pide el prólogo y ha producido una obra que se dispone a firmar con su nombre. Después de sumergirme en la obra puedo definir mi posición positiva, la de aceptar, junto con el honor, la responsabilidad de apadrinar el libro escribiendo un texto de presentación.
Palabras van, palabras vienen, acotaciones, aclaraciones, anotaciones, observaciones, aportaciones, pocas veces correcciones, se fueron sucediendo entre María Elena y yo, hasta que, terminando febrero de 2016, recibí el texto (casi) definitivo. Lo dejé en el archivo de mi correo porque ¾como de inmediato explicaré¾ no tuve tiempo para leerlo en las primeras semanas de marzo. Cuando, finalmente, pude atender a él, constaté la belleza y la importancia de la obra que María Elena me invitaba a prologar y el entusiasmo con el que podría dedicarme a escribir las páginas del bautismo.
¿Por qué no lo leí de inmediato? Porque unos queridos amigos de la ciudad de México (Liora Stavchansky) y de Poza Rica en Veracruz (Ricardo García y América Espinosa) me habían ofrecido una tarea parecida e igualmente absorbente. A partir de una edición anterior que habían hecho sobre la “Introducción del Narcisismo” de Sigmund Freud (1914-2014) un libro que, por otra parte, era consecutivo a uno anterior que coedité y apareció en portugués, francés y español en Rio de Janeiro, París y México dedicado a comentar y celebrar los 100 años del libro de Freud Tótem y tabú (1913-2013), estos destacados psicoanalistas mexicanos querían editar otro libro conmemorativo más, dedicado esta vez al artículo de Freud “Duelo y melancolía”, cuya primera edición fue publicada en 1917. Los colegas trabajaron con enorme entusiasmo y recopilaron meritorios y originales trabajos escritos en México, España y Argentina de los que podían sentirse tan orgullosos de difundir como yo de presentar al público con una nota introductoria. Leer esos artículos, dialogar con los autores de cada uno, arreglar detalles con los tres coeditores y escribir el prólogo que me pedían fueron mi ocupación en los últimos días del invierno de este año. Pude redactar ese prefacio y, por fin, empezar la primavera leyendo el libro de Elmiger, el de los duelos que me llegaba de Tucumán. Lo hice con creciente placer, rápidamente entusiasmado; al día siguiente le respondí a María Elena con una propuesta en cierto modo incendiaria:
“Querida Malena: “Mis felicitaciones. Has escrito un libro hermoso y valioso que me honrará prologar.
“Más aun: unos compañeros de la Universidad Veracruzana están preparando un volumen para conmemorar los 100 años de “Duelo y Melancolía” que se cumplen en 2017.
“Me han ofrecido el privilegio de redactar un prólogo para ese volumen. El libro está ya virtualmente terminado y reúne a varios autores de México, Argentina y España. Me dará mucho gusto escribirles a esos compañeros para pedirles — si me autorizas— que incluyan en el suyo un capítulo de tu libro con la estructura tan precisa que tienen todos los tuyos: revisión bibliográfica, reflexión teórica y viñeta clínica ilustrativa y bien narrada. Sería el capítulo que tú elijas y me parece conveniente que agregues un párrafo indicando qué lugar ocupa ese capítulo dentro de la obra. Muy pocas correcciones habría que hacer, las más de ellas tipográficas en la manera de presentar las citas y de poner la bibliografía para ese capítulo escogido por vos en vez de remitir a la bibliografía general que cierra el libro como es lógico.
“También, si me autorizas, enviaré copia de este correo a estos amigos de México y Veracruz, para que entren en contacto directo contigo si ellos consideran adecuado (descuento que lo harán) incorporar este nuevo capítulo que realzará la obra que están armando con suma dedicación. También y con tu aceptación les enviaría el libro completo”.
Pocas horas más tarde recibo de Malena la respuesta:
“Querido Néstor: Me encantaría participar de ese libro. ¡Gracias! Sería realmente hermoso si se me incluye. Te agradezco muchísimo las observaciones que guiaron esta última etapa y tu aceptación a prologar el libro. Más te agradezco los elogios que no creo merecer, pero que acepto porque lo que viene de vos enriquece. Por supuesto que puedes enviarles mi contacto a los colegas de Veracruz”.
Sin tardanza, escribí a México: “Queridos América, Liora y Ricardo: “La suerte ha querido que una buena y estimable colega de Tucumán me haya pedido el prólogo, hace casi un año ya, para una tesis que posteriormente se transformaría en libro sobre el tema del o de los duelos. Hemos intercambiado varios correos y, finalmente, el resultado es más que satisfactorio, una de las mejores obras sobre el tema, con viñetas clínicas apasionantes además de un ajustado aparato bibliográfico, nunca sofocante. Por eso hoy, después de completar la lectura de ese libro de 183 apretadas páginas, me atreví a hacerle una proposición que, si ella aceptaba, se las transmitiría a ustedes con mi recomendación para cualquiera de los capítulos que ella prefiera. Les toca a ustedes decidir si pueden aceptar este agregado considerando que la obra está ya prácticamente concluida. Va copia para María Elena de esta propuesta”.
Todos estos correos son del mismo día: el 22 de marzo de 2016. En la tarde, casi sin tiempo ni para respirar, recibí esta respuesta desde Veracruz:
“Queridos Néstor y Malena. Con mucho gusto recibimos la propuesta de inclusión del capítulo sobre Duelo de Malena para ser incluidos en el libro:
Duelo y Melancolía. Freud: Conmemoración centenaria (1917-2017) Estaremos atentos al envío que esperamos sea en breve”.
María Elena seleccionó el capítulo 6 e hizo las pequeñas correcciones necesarias para separarlo de su obra e integrarlo el libro colectivo. Ya está en marcha la edición veracruzana engalanada con un nuevo capítulo, el minucioso recorrido que Elmiger hace por el texto freudiano, sus antecedentes y sus consecuencias. Me toca ahora, después de la narración de esta historia, explicar las causas de mi entusiasmo por el libro cuyo prólogo en este momento usted, lector, está preparándose a conocer.
Lo diré rápido: esta obra se destaca por la claridad, por el estilo directo con que se aborda el doloroso tema sin vanas disquisiciones ni recurso a un vocabulario hermético para “expertos” lacanosos que muchas veces no saben lo que dicen, que no se entienden ni a sí mismos. Lo conceptual y lo clínico, por un lado, la memoria individual, la memoria colectiva y la memoria histórica, por el otro, crean un entramado discursivo convincente que transmite la esencia del tema de las pérdidas y de las modalidades de su elaboración. Y esa esencia radica en que el duelo es una experiencia universal, algo en medio de lo cual todos vivimos cada día de nuestra existencia y, por lo tanto, no puede trazarse una frontera entre la condición de doliente y la indolencia. No hay formas “normales” y “anormales o patológicas” de vivirlo. Siempre, para todos, hay algo que se nos va, aunque más no fuese el tiempo de nuestras vidas y la de aquel o aquello que amamos. Toda luz es pasajera y su destino es desvanecerse ¿quién no lo sabe y tanto más cuanto más quisiera negarlo? Constantemente estamos rehaciendo nuestra sangre frente a la hemorragia de la vida que corre hacia su deletérea desembocadura.
Así, tampoco hay fronteras entre nuestro duelo y el que simultáneamente elabora nuestro prójimo, aquel al que, se nos dice, deberíamos amar como a nosotros mismos. Los duelos se interconectan, se conviven y comunican entre sí. La separación final yace, más o menos velada, en el corazón de todos los encuentros con el otro: padres, hijos, amigos, colegas, amantes. La muerte es el telón de fondo de la vida, de lo viviente, cualquiera sea su naturaleza.
Por eso mismo no puede hablarse de modalidades anormales del duelo. Cada uno hace, ante la pérdida real o fantaseada, lo mejor que puede. Ninguna medida en términos de tiempo o intensidad del dolor podría decir cuánto o cómo se debe sufrir por una pérdida consciente o inconsciente de objetos materiales o de ideales. ¿Quién de nosotros no ha soñado con la muerte de seres queridos y los sentimientos que acompañan a su ausencia o ha hecho reaparecer a los que ya se fueron dándoles una insólita metempsicosis? Se puede anticipar o negar la muerte de los seres queridos sin que quepa la sencilla, torpe y falaz interpretación de “es porque tú lo deseas”.
Igualmente sabemos que la pérdida que sufre el otro puede ser nuestro placer y viceversa. Es lo que se da en llamar con un sustantivo que no tiene traducción: Schadefreude, alegría ante la pena del otro. Freud podía, sin ser cínico, citar a Heine en El malestar en la cultura: “Tengo la disposición más apacible que se pueda imaginar. Mis deseos son: una modesta choza, un techo de paja, una cama suave, buena mesa, manteca y leche bien frescas, unas flores ante la ventana, algunos árboles hermosos ante la puerta, y si el buen Dios quiere hacerme completamente feliz, me concederá la alegría de ver colgados de estos árboles a unos seis o siete de mis enemigos. Con el corazón enternecido les perdonaré antes de su muerte todas las iniquidades que me hicieron sufrir en vida. Es cierto: se debe perdonar a los enemigos, pero no antes de su ejecución”.
Duelo, con-dolencia y Schadefreude son experiencias dialécticas, vienen y se efectúan en el otro, ese prójimo que, lo sabemos, es la víctima de las quejas del melancólico que goza con la compasión que dice sentir por él. ¿Es esa posición subjetiva del doliente “normal” o “anormal”, sana o patológica, valiente o cobarde? El psicoanálisis se erige en contra de todo intento de regular las respuestas del sujeto: su ética es la del bien decir y no la del ajuste a la moral vigente o a una pretendida moral contestataria. Haciendo que el sujeto pueda decir su verdad en un diálogo sin condiciones, el análisis permite que emerja el deseo inconsciente y que ese sujeto pueda revisar esas respuestas, esa posición subjetiva eminentemente fluida, móvil, cambiante, rizomática, como dirían Deleuze y Guattari. Hacer un duelo, trabajarlo, vivirlo, es metabolizar, desconstruir y reconstruir la subjetividad y acaba, temprano descubrimiento del psicoanálisis bien evocado por Malena Elmiger, cuando se incorpora lo perdido, se lo hace propio, y uno se identifica con lo que estuvo y ya nos dejó. Malena llega incluso a atribuir a Freud una frase que no pude encontrar en sus obras, llega a citar entre comillas un sintagma que (creo, puedo equivocarme) no es de Freud sino de ella misma… ¡Y me atrevo a pensar que soy yo, Néstor, quien ha encontrado esa pepita de oro en su texto que me llena de alegría! Le diría ¾ le digo¾ : “No lo corrijas, Malena; es tu hallazgo y Freud estaría contento de haberlo dicho él; es el mismísimo Freud quien debe agradecerte el haber puesto que el yo “es un cementerio de identificaciones”. Tal vez en el fondo esté Lacan que tampoco (otra vez, creo yo, hasta que me muestren lo contrario) ha hablado de “cementerio” aunque no esté lejos algo que dijo en el seminario II, que “le moi est comme la superposition de différents manteaux empruntés à ce que un bric-à-brac d’identifications de son magasin d’accessoires” “El yo es como la superposición de diferentes abrigos sacados de lo que yo llamaría el bric-à-brac de su almacén de accesorios”. Ni los diccionarios ni los traductores (ni yo) saben qué hacer con bric-à-brac y usan por lo general la fea palabra batiburrillo. Aunque no sea exactamente lo mismo, a mí me gusta lo que tradujo alguno: ropavejería. Pero todas esas versiones palidecen ante la exactitud de la expresión de Elmiger: “el yo es un cementerio de identificaciones”. En efecto, en cada uno de nosotros yacen todos los exquisitos cadáveres de aquellos a quienes hemos (con ambivalencia, con culpa, con reproches, con celos) amado: los que fueron y dejaron su lugar a otros: los que fui. ¡Ojo!; eso sí, los muertos no se quedan quietos, son eternos revenents, como en las películas de George Romero y se agitan en una danza macabra colándose en toda clase de formaciones del inconsciente y, muy en particular, en esas identificaciones que son, no el esqueleto de ellos, no, sino el nuestro propio.
Si somos eso que perdemos, si el duelo es nuestra condición existencial, debemos admitir con María Elena que, hasta un cierto punto, nos enriquecemos con las pérdidas (al contrario de lo que diría la economía política más elemental) y por lo tanto, como nuestro inconsciente no lo ignora, somos cada vez más deudores (culpables), tal como lo establece Marta Gerez Ambertín, de aquellos que nos han precedido, de quienes fueron las víctimas mientras que nosotros hemos sobrevivido y contrajimos con ellos un deber autoimpuesto de memoria y de conservación histórica de sus restos, el deber “antigónico” de honrarlos y darles sepultura, ese deber que tiende a ignorarse en estos tiempos de la “muerte seca”, seca de lágrimas, seca de sepulcros, seca de registros y archivos aunque proliferen fotos, selfis y videos que flotan en la aletosfera. El yo se abstiene de recordar, se sumerge en un eterno presente, cambia el foco de atención y construye el cementerio no en su propia subjetividad sino en la web donde todos los gatos son pardos y todos los héroes se igualan en el cambalache (el tango viene en auxilio de los traductores extraviados por el bric-à-brac).
Si la elaboración de las pérdidas es nuestra constante actividad y es también nuestro destino, solo nos queda éticamente la elección de la manera de sobrellevarlas, en otras palabras, de lo que hacemos en la relación con quienes nos acompañan. Esa es la función, tan bien trabajada por Elmiger de los rituales y de la manifestación de la con-dolencia solidaria, muchas veces ambivalente, hay que confesarlo; eso también es “trabajo del duelo”. Cada pérdida pone en marcha un “working through”; en ese sentido, el análisis es un escenario privilegiado para la elaboración del duelo, para la recordación y la preparación para los futuros duelos, incluido, claro está el del (de la) analista misma. Nada es más claro: cada sesión de análisis es una preparación para la despedida: el final del análisis está no en el tiempo, está en el comienzo mismo de la experiencia.
Que se recuerde eso cada vez que se lee en este libro lo que la autora modestamente llama “pinceladas” o “viñetas” clínicas, las vívidas descripciones de sujetos desgarrados por pérdidas que no pudieron trabajar porque la historia o las circunstancias lo impidieron. Uno de los valores mayores, quizás el decisivo, del texto es precisamente el de acompañar las reflexiones teóricas, las investigaciones antropológicas y en la mitología, la meticulosa lectura de los textos de Freud, Lacan, Abraham y Torok, Gerez Ambertín, Allouch, etc., la aguda mención de la literatura trágica, la exploración de la historia que el Otro querría suprimir como si quitando el registro quitase el crimen, de acompañar todo eso, decía, con los documentos vivientes que son la reactualización y la amortiguación del agujero traumático, de la falta en lo real, mediante el trabajo paciente durante las horas del día y la profundización de lo vivido en las sesiones durante la noche, cuando la analista cumple con la función esencial, vital, para el psicoanálisis, que es la de transmitir por escrito lo que se aprendió en esas horas diurnas que son, podemos decirlo sin vergüenza, terapéuticas.
Néstor A. Braunstein, mayo de 2016.
Pues seguramente estará bien este libro. Y lo digo porque yo también aprecio mucho la claridad. Por desgracia la mayoría de libros de psicoanálisis (no digamos ya los de los «lacanosos») que veo en las librerías, me suelen parecer áridos y arduos, con pocos casos clínicos y muy técnicos. En cambio leer a Laing, o a Helene Deutsch, o a Grinberg, etc., me parece más placentero. Los casos clínicos son -como decía un psiquiatra español- una novela cada uno de ellos. Por otro lado, el tema del duelo, decía un psicoanalista inglés, ha sido muy poco tratado en el psicoanálisis (no sé si será cierto).