El soberbio estudio SILENCIO Y PSICOANÁLISIS. UNA RETÓRICA DEL INCONSCIENTE, de Alfonso Herrera, publicado por Palibrio en 2018 (Bloomington, EEUU, en tapa dura, tapa blanda y como libro electrónico con ISBN 978-1-5065-2401-6) recibió de mi parte un prólogo a pedido del autor en el que resalto sus enormes cualidades. En la contraportada, para mayor y mejor recomendación, Jacques Nassif, concluye diciendo: «Lector, no dudes: has abierto un libro magistral que se convertirá en un clásico». Acompaño, para los interesados, el texto de mi introducción.
Prólogo
Me siento incitado a escribir un prólogo conciso para que sea dos veces bueno. Es el homenaje que Alfonso Herrera Díaz se merece.
El lector tiene en sus manos un libro pleno de enseñanzas inagotables. Una obra de investigación que ilumina los últimos rincones del tema que aborda. Un ensayo que no copia sino que produce una teoría del silencio y que incide frontalmente en la práctica del psicoanálisis.
La idea que lo guía tiene el doble mérito de ser profunda y enunciarse con sencillez: en el psicoanálisis (¿y también en la vida cotidiana?) el callar invita o empuja al otro a hablar mientras que el hablar acalla lo que el otro podría decir. Lo que podría decir y escuchar sobre sí mismo. La llamada “comunicación” es ¡tantas veces! una fuente de confusión interpersonal. Todos los “locutores” –vale decir, cualquiera, todo parlêtre – pertenecen a “esa inmensidad hablante que se dirige a nosotros apartándonos de nosotros”. (Blanchot)
Lo importante no es decir lo que se piensa sino pensar lo que se dice … para que cada uno escuche sus propias palabras. Eso no es una intimación al silencio. Es un cuestionamiento de la vocación proselitista o evangelizadora que tiene la palabra cuando abandona el campo del análisis y se embarra en los pantanos de la sugestión.
El silencio es la base para que la música surja y se oiga. Hay que eliminar el ruido de fondo. Crear el vacío.
Es lo que han enseñado esos dos portentosos escultores vascos que son Eduardo Chillida y Jorge Oteiza: hay que desocupar el espacio, superar los límites de la materia y para ello encarnar la obra escultórica en el vacío, un espacio pleno y más allá del instante, una llamada para que hablen el hierro, la piedra y el mármol.
Así también, insisto, la música, silencio en movimiento.
En la sesión el analista invita al paciente a decir cualquier cosa que se le pase por la cabeza y el analista, invisible desde el diván, escucha y calla. ¿Qué espera oír el analista? Seguramente, no la cháchara insustancial de quien cuenta sus venturas y desventuras cotidianas. El modelo de lo que quiere escuchar es el sueño, una equivocación, una palabra que no diga cosas sino que resuene en el tambor de lo desconocido, algo inaudito que escape a la blablanalidad del discurso corriente. Por eso pide que se diga cualquier cosa aunque parezcan pendejadas, (Sé que sería menos criticado si escribiese conneries o bêtises sin traducir la palabra).
Con su callar el analista se convierte en sopapa, en vacuum cleaner, para usar las justas palabras inglesas que se nos escapan cuando nombramos al electrodoméstico que llamamos ‘aspiradora’. Aspirar mediante el vacío para limpiar la suciedad acumulada en el trasiego de las conversaciones telefónicas y de los whatsups cotidianos. Iniciar al sujeto en una nueva manera de hablar, apartarlo del small talk.
¿Quién podría decirlo mejor que el proverbio chino que fue citado por Borges y que, desde entonces, todo el mundo se empeña en atribuirle?: “No hables a menos que puedas mejorar el silencio”.
Se critica mucho y con justa razón la idea de que al final del análisis el sujeto pudiese “identificarse con el analista”. Pero conviene aclarar: si la identificación en cuestión es con la manera de intervenir dando explicaciones e interpretaciones de todo y de cualquier cosa, usando un código que es el de la escuela o escudería a la que el psicoanalista pertenece, de acuerdo. Pero ¿qué con la “identificación al psicoanalista” que consiste en saber guardar silencio y ser neutral ante la manifestación del deseo del otro, dejarlo que se exprese como se le dé su real y regalada gana, intervenir con las preguntas justas para que el otro desarrolle su pensamiento y se escuche a sí mismo? ¿Qué si la “identificación” es con una frase del tipo de “– No soy yo quien te lo hace decir”. ¿Qué con una palabra desconcertante que convierta a la palabra en chiste manifestando así su relación con el inconsciente?
Es en eso que el verdadero psicoanálisis es didáctico. Siempre.
Pues el analizante no está allí para recibir el sentido de parte del analista sino para producirlo. No está allí para aprender del otro sino de sí mismo, ya que eso es el inconsciente, un saber latente, no un contenido de saber que está en el “profesional” que, creyendo que sabe, no sabe que ignora. Al final del análisis no se encuentra el saber que estaba ya en el analista sino la seguridad de que el analista no sabe mientras que el analista aprende que solo sabe que no sabe. Hubo ya un viejo, tan feo como Freud mismo, que lo dijo unos cuantos siglos antes.
“El inconsciente es una sustancia a fabricar, a descargar, a hacer correr, un espacio social y político a conquistar”. (G. Deleuze). E igualmente bien lo dice, en esta obra cuya importancia irá creciendo con el tiempo, el aun joven Alfonso Herrera Díaz: “El analista no ignora que al hablar vulnera su neutralidad en lo simbólico e interfiere con el análisis en curso al bloquear la circulación de la palabra”. A lo que agrega, para que nadie se vea llevado a exagerar: “Aunque también es cierto que el silencio como forma de neutralidad simbólica no debe ser una práctica invariable al punto de ser ya previsible; el analista dejaría de estar donde no se lo espera, si cuida en exceso el no mermar la fuerza de su neutralidad”.
Solo puede callar aquel a quien le es posible hablar. No puede callar el mudo (Heidegger). Por eso también es que el analista habla en la sesión. Pero debe estar advertido de las añagazas del sentido. Sus frases idealmente no deben servir para dar sentido sino para reducirlo y agostarlo. Me repetiré: debe evitar toda intervención que implique tácitamente la introducción de un “Yo te voy a decir lo que tu decir quiere decir”.
“El callar es un silencio cifrado”, nos dice Herrera. Al descifrarlo el analizante descubrirá lo “insabido” de su ser, su falta-en-ser, más allá de las tinieblas que pudiesen surgir de una intervención “sensata” del psico-analista que intentaría rellenar esa falta con un presunto saber.
Toda la obra de este psicoanalista mexicano, que hoy lanza al mundo de los libros este escrito, concreta lo que él sabe y lo que todo analista debiera saber: ignorar lo que sabe. (Lacan). Y trasunta una concepción del inconsciente adelantada en el Renacimiento por Nicolás de Cusa: “el conocimiento por el cual uno cree conocer lo que no puede ser conocido no es un verdadero conocimiento y en tal caso el único conocimiento válido es el que nos permite saber lo que no puede ser conocido”.
Una concepción que viene del Renacimiento y que llama al renacimiento del psicoanálisis, un psicoanálisis “acéfalo” como dice Jacques Nassif en la estela de Georges Bataille. Sin cabeza, sin seguir a una autoridad indiscutible sino un psicoanálisis que se inventa a sí mismo, un psicoanálisis que no tiene historia sino que es siempre un por venir. Algo que llega, ahora en México, gracias a un trabajo innovador. Este.
Barcelona, postrimerías de 2017.