MEMORIA DEL GOCE Y GOCE DE LA MEMORIA, Ciudad de México, septiembre de 2018

A finales de agosto pasado, con la cordial ayuda de destacados técnicos de videograbación y sonido, tuve la fortuna de registrar un reportaje sobre el título de esta entrada que sería proyectado en el Congreso Internacional de Neuropsicoanálisis que se desarrolló en la ciudad de México los días 1 y 2 de septiembre de 2018. La grabación se realizó en los bellos jardines de la Universidad de Barcelona. Con la esperanza aun vigente de poder entregar el enlace del video me complace adherir a esta entrada el texto de mi intervención que es, en esencia, una crítica de la discutible noción de «neuropsicoanálisis» y forma parte de un constante diálogo con mis amigos mexicanos Francisco Gómez Mont, Ana Zarak y Daniela Flores Mosri. A continuación el susodicho texto.

GOCE DE LA MEMORIA Y MEMORIA DEL GOCE.

Néstor A. Braunstein*

* Gracias a todos los involucrados por el espacio que me habéis concedido en este congreso y por organizar este necesario intercambio entre neurofisiólogos y psicoanalistas, dos términos que a veces nos unen y las más de las veces nos separan. Gracias, gracias otra vez.

Comenzaré por contarles una anécdota relacionada con el goce de la memoria, con a true story. Hacia el final de cada año acostumbro a preparar una salutación para mis familiares, amigos y colegas. Trato de que cada año sea algo diferente: una traducción, un artículo, un poema, un cuento, algo que transmita una atención hacia mis conocidos que esperan algo de un nuevo año. Es algo que vengo haciendo desde un ya lejano “¡feliz año cero!” con que recibí al nuevo milenio transcribiendo un poco conocido poema de Borges sobre la insignificancia del paso en el calendario de un año al siguiente.

Mi mensaje de diciembre pasado, “¡Feliz año ’18!” fue un conjunto casi casual de citas casadas y cazadas, enlazadas por el hecho de ser sus autores más de veinte amigos escritores cuyos textos me habían alumbrado con ideas originales en el año 2017. Detrás de esa combinación de párrafos arbitrariamente escogidos y enlazados dormitaba un sueño irrealizado, el de Walter Benjamin, de armar un libro juntando citas, levantar una casa de citas que es, se sabe, un burdel, un quilombo dicho en argentino vulgar, y participar a mis amigos y colegas de una caza que apunta a reunir presas escogidas sirviéndolas en un mismo plato. Además de ensamblar más o menos azarosamente las lecturas de textos de los autores que conozco, quise salpimentar mis citas con otras citas, las que ellos, a su vez, hacían de autores clásicos y modernos que tomaban como disparadores, epígrafes o como apoyo de sus pensamientos. A mí mismo me advertía de que esto de pescar unas líneas en un texto y juntarlas arbitrariamente con otras sacadas de otros textos era artificioso ; que fundir citas dispersas era someterlas a una segunda y doble desnaturalización: separarlas de su contexto y ligarlas con otras según mi capricho. En fin, que adoptaba y adaptaba a un género diferente, en este caso, el de la carta postal, subgénero, felicitación de año nuevo, textos que sepa Dios a qué intenciones respondían.

La recepción de mi tradicional envío amistoso de este año nuevo fue variable como siempre lo es: oscilaron entre la indiferencia, el agradecimiento convencional y el entusiasmo. Para mí, lo más placentero en este ritual de despedir un año y recibir al siguiente se produce cuando se disparan, cuando me disparan, aportaciones inesperadas.

De esa clase de respuesta tuve unas cuantas.

Francisco Gómez Mont, erudito neurofisiólogo y humanista, en estos días con nosotros, evocó en un correo de comentario un libro que para mí estaba casi olvidado después de más de medio siglo de no pensar en él. Me recordó una obra de Norman O. Brown: El cuerpo del amor. (Love’s Body). ¡Lo había leído hace tantísimos años en traducción al español! En cierta forma, me insinuaba sutilmente Francisco, esa obra era ya una materialización del ensueño de Benjamin de un libro que se escribe juntando entrecomillados, un rejunte de citas. Recordé entonces que esa obra de Brown, que yo conocía, había sido traducida al español por Enrique Luis Revol, el Quique, como le decíamos, un prestigioso profesor de filosofía y literatura en la Universidad de Córdoba, donde yo asistía como oyente a clases de filosofía. “El Quique Revol” me consideraba como un amigo por ser un alumno “con inquietudes” y con frecuencia nos íbamos a tomar una cerveza juntos. En una de esas conversaciones, en 1960, yo tenía 19 años, él, el doble que yo (1923-1988), famoso por su pedantería, amigo de Octavio Paz y de su colega en el British Council, Lawrence Durrell, así como de otros notables intelectuales, deslizó un nombre para mí inaudito, un desconocido : dijo de repente, sin que yo pueda hoy recordar en relación a qué ,“Walter Benjamin”. Le pregunté quién era ese tipo y me dijo: “¿Cómo, no lo conocés? Benjamin es una de las dos personas más inteligentes de este siglo; el otro soy yo”. Me reí como ante tantas otras de sus ocurrencias de megalómano y no sé bien cómo ni porqué el nombre se quedó adherido (stored, wired) en mi cerebro, como diría Francisco. ¿Quién habría de anticipar que la figura de Benjamin llegaría un día a ser tan importante en la formación de mi pensamiento y, más aun, que iniciaría mi mensaje para recibir el año 2018 con una mención de su ilusión de un libro armado con citas y que mi querido amigo Gómez Mont en México diría que de alguna manera ese libro de Brown (primera parte de mi apellido pero que no carga con la piedra del Stein o Stone que le va ligada) me conduciría a la insólita asociación entre la memoria semántica del nombre de Benjamin, de la memoria sensorial, gocera, protopática, de mi cerveza de 1960, de la olvidada pero inolvidable imagen y palabras del traductor del libro, algo que corresponde a la memoria semántica y la anécdota, es decir, la memoria episódica, que conjunta el qué, el quién, el cuándo y el dónde de aquel momento, con la memoria operativa (working memory) de la sucesión de golpes actuales que vengo haciendo ahora en el teclado de mi computadora, el insólito encuentro superrealista de figuras que solo podían juntarse en mi cabeza ¾¿en mi cabeza? — ¡No!, en mí, — ¿en mí? ¿quién soy yo fuera del sitio donde convergen estos personajes disparatados?¾ y ese mí o self o yo que solo existe por el hábito de usar la primera persona ¾ ¿seré yo? ¿o yo? ¿quién oyó?¾ para referirme al punto donde se entrevera este grumo de pensamientos, recuerdos, fantasías, deseos, olvidos, caprichos. ¿Qué queda de todo ello sino el goce de la fresca cerveza ya sexagenaria, la imagen de la loca figura de un intelectual caprichoso y desmelenado, el Quique Revol, la excéntrica idea de un filósofo genial, Walter, que soñaba con un libro mágico de pensamientos trastocados, Benjamin, el intercambio con un buen amigo (Francisco) de correos electrónicos en la vorágine de los mismos que es cada final de año, el pensamiento de que podrían juntarse todos ellos como en la obscena y pornográfica imagen de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disecciones, el regusto de avizorar este encuentro neuro y psico y analítico (extraña mescolanza, ¿no?) donde podríamos discutir cómo en mi cerebro ¾¡me parece una idea tan loca y tan improbable como la existencia de Dios!¾ o en mi “mente” ¾¿qué carajos querrá esa palabra decir?¾ o en mi flujo de conciencia, por ponerle un nombre, se entrelazan caprichosamente, según modos que ninguna topología podría figurar y que propician el goce dopamínico (o incluso el goce “aburramínico”, esa otra cara del goce como experiencia estática y estética de lo repetitivo o de lo insignificante de burros aburridos) para configurar el momento presente, éste de hoy y aquí, en Barcelona, de una grabación a ser proyectada en el futuro en México, que no es el del encuentro entre cerebros (a cada cual el suyo) sino entre gentes, nosotros, con concepciones afortunadamente heterogéneas, dispersas, del mundo, llevando existencias laxamente conectadas y pretendiendo « comunicarnos »? En medio del “neuropsicoanálisis”, como si los dos prefijos pudieran caber y juntarse en una irreverente anastomosis, como si no fuera la invitación a configurar un extraño animal híbrido y estéril resultante de la cruza de una yegua con un burro, tal como resulta ser la mula.

 

Gozo de la memoria de aquella cerveza, tengo la burbujeante memoria del goce que entonces experimenté y gozo ahora del insólito e imprevisible azar que reunió las cuatro formas de la memoria, una de las cuales es la episódica o anecdótica, esa que me permite hablar desde este jardín catalán, sesenta años después, con interlocutores y temas que jamás hubiese soñado; pensar en quien fui, quien creo ser y quien quisiera ser… esos tres tan distantes entre sí, reunidos en torno a una sospechosa primera persona del singular.

 

Como psicoanalista, dos son los temas que me han ocupado en lo que va del siglo XXI: el goce y la memoria. En distintas oportunidades he marcado la relación entre ambos y hoy quiero volver a hacerlo; esta vez teniendo en cuenta su articulación con las neurociencias, tema de este encuentro.

He propuesto redefinir a la disciplina inaugurada por Freud y refundada por Lacan como una “gozología”. Este neologismo ubica al goce como concepto central en la teoría y en la práctica del psicoanálisis. ¿Qué es el goce? En una definición extremadamente concisa, que merece ser reelaborada y desarrollada, diré que el goce es el conjunto de los modos en que el cuerpo, el cuerpo de un sujeto viviente, es afectado por el lenguaje. ¿Y el cerebro?, me neurodirán. El cerebro, como dice Mark Solms, straddles two worlds cabalga entre dos mundos (el mundo interior del cuerpo y el mundo exterior de la realidad social, histórica y cultural).

El hecho es que los seres que hablan conservan, disfrutan y sufren la memoria de lo que han escuchado y de lo que han dicho, de lo que han vivido y sentido y que esa memoria es fuente de un goce, las más de las veces inconsciente o, mejor dicho, un goce fundamentalmente inconsciente. A punto tal que goce y memoria guardan una esencial relación, son casi consustanciales. Consustanciales y, quizás, creo, insustanciales, fuera del lenguaje que quisiera dar cuenta de ellos y que siempre corre detrás de una verdad que se le escapa como la eleática y legendaria tortuga al Aquiles de pies ligeros.

De las cuatro clases de memoria hay tres que son comunes a los humanos y a los demás animales, las memorias de las sensaciones, de los movimientos y de los datos que han pasado por la conciencia. No sucede así, más allá de que pueda haber vestigios de una cuarta, de otra memoria, en los animales no hablantes. Para ellos lo que sucedió no se acomoda con una historia personal ni con el cómo del contexto ni con el cuándo de la referencia temporal. Puedo declarar que la memoria episódica, la memoria de las anécdotas de la vida, como la de mi dizque olvidado encuentro con el Quique Revol, su lugar, su fecha, no es posible en los animales. Ellos no calendarizan el tiempo ni mapean el territorio con sus fronteras políticas y lingüísticas. No saben del mundo más allá de sus experiencias concretas en él.

Sí; de acuerdo: saben del mundo circundante todo lo que necesitan saber y no se les ocurre que pudiera haber un saber que se les escapa. Como decía Nietzsche, esa indolencia garantiza su felicidad mientras que nuestros cuestionamientos hacen nuestra infelicidad estructural, la de seres que nos sabemos en falta. Creo, entiendo, que esa memoria episódica es la que puede interesar al psicoanalista que, no por eso, puede ignorar las otras memorias automáticas de sensaciones de goce ligadas al funcionamiento del cuerpo y de sus movimientos así como de los rastros del saber “almacenado” (¡qué mala metáfora!), girando en circuitos gracias a redes neuronales que producen asociaciones ligadas o no a la palabra y vaya a saber cuáles palabras, si buenas o malas palabras.

Como hemos señalado, Pierre H. Castel (À quoi résiste la psychanalyse?, 2006), nosotros mismos (Memoria y espanto O el recuerdo de infancia, 2008, etc.) y, en un brillante artículo, Ariane Bazan et al (L’Évolution psychiatrique, 2016), en torno a la memoria no se pueden alcanzar otra cosa que correlaciones y correlatos entre la vida mental del sujeto y el funcionamiento de sus estructuras intracraneanas. Correlaciones es una palabra interesante: a lo que sucede en la mente se le puede correlacionar con lo que sucede en el cerebro. Correlato tiene una significación muy distinta: es el relato que se comparte, una narración que liga a dos o más personas. La correlación entre mente y cerebro parece funcionar según la tan difundida banda de Moebius: no existe la una sin la otra pero nunca se encuentran; el desencuentro es fatal, estructural y no contingente. Saber de ese recíproco no saber es necesario; reconocerlo es un imperativo. El encuentro entre las dos mentes se produce por medio de la palabra; es la esencia del psicoanálisis; es un correlato.

La correlación entre los dos saberes es, hay que destacarlo, inconmensurable y asimétrica: una cosa es el goce reconocido en la clínica psicoanalítica que puede anticipar lo que pasa en el nivel fisiológico ; otra es el saber de los centros intervinientes, de las localizaciones, de los neurotransmisores, de las redes neuronales, etc. que no permiten avanzar un ápice acerca de lo que sucede en el nivel clínico, esto es, en la situación transferencial de un psicoanalista y su analizante. El fisiólogo diría: “Podría estar activándose tal región lo que puede demostrarse en las iMRF”, hipótesis que puede ser confirmada o infirmada pero nunca cabría pasar de las imágenes de resonancia magnética a entender lo que sucede entre los dos participantes en la situación analítica.

En serias publicaciones actuales, de este mismo año 2018, se señala la sorpresa por la falta de avances en el campo de la memoria neurológica después de los descubrimientos seminales sobre la localización de la memoria y los neurotransmisores entre 1990 (o desde Penfield) y estas dos décadas del siglo XXI y se vuelve a hablar del “misterio de los recuerdos remotos”. Leo la confirmación en un texto bien pensado, cito: “Long-lasting memories form the basis of our identity as individuals and lie central in shaping future behaviours that guide survival. Surprisingly, however, our current knowledge of how such memories are stored in the brain and retrieved, as well as the dynamics of the circuits involved, remains scarce despite seminal technical and experimental breakthroughs in recent years. (Z. Albo y J. Graff, The Royal Society. En Of mice and mental health : facilitating dialogue between basic and clinical neuroscientists, Philosophical transactions of the Royal Society, Vol. 373, #1742 , March 2018).

 

¿Hacen estas consideraciones estériles a la investigación neurocientífica aun cuando se reconozca que hay una detención en el progreso? De ningún modo. Podemos seguir considerando, por ejemplo, a las a-dicciones (esos retiros y limitaciones de la dicción mediante sustancias y actividades ofrecidas por el Otro, generalmente como mercancías) a modo de enfermedades de la memoria (hay quienes quieren llamarlas así, ¡yo no!), y podemos seguir buscando y encontrando sustancias químicas que anulen, estimulen, modifiquen, etc., las respuestas a las sustancias que generan a-dicción. Todo aquello que somete al sujeto a una búsqueda compulsiva de la repetición de experiencias que evoquen en él las situaciones originarias de placentera satisfacción. O que permitan suprimir la angustia que acompaña a la falta de esas sustancias o actividades que generaban gruesos manguerazos de dopamina a nivel de los centros hipotalámicos que ligan memoria y emociones. Sabemos que, para el adicto, lo más necesario es conseguir aquello que anule o mitigue el malestar por la ausencia del satisfactor. La medicina que los cura es la misma que los ha herido. Encontrar sustancias alternativas y menos peligrosas es una encomiable tarea médica y nadie mejor equipado que el neurofisiólogo para descubrirlas y explorarlas. Creo que, en esa tarea, el psicoanalista puede ser de poca o ninguna ayuda mientras que el químico es insustituible. ¡Mucho –y cuánto!- lo lamento por nosotros!

Como dice Ariane Bazan en su brillante ensayo (cit.): los correlatos no son de doble faz: se puede pasar de una situación en la clínica a los cambios fisicoquímicos en el tallo cerebral pero no ir en sentido contrario. La “instanciación” en el nivel fisiológico corrobora la coherencia de los conceptos, tales como el de goce, promovido a un lugar central por Lacan, que han sido establecidos clínicamente. Las correlaciones son solo one-way; van del discurso a los procesos en el neuroeje

 

Para que hayan deseo, goce, creencias, sueños, discursos hace falta un cerebro. ¿Quién podría cuestionarlo? Coincide en ello P.-H. Castel (cit., 2006) al decir: “Por cierto que hace falta cerebro pero fíjense que nunca es por medios neurológicos que uno identifica creencias o sentimientos o puntos de vista subjetivos: es en la conversación ordinaria y según sus reglas propias; solo después podrá buscarse su correlación neuronal. No se puede ir en sentido contrario, de la activación neuronal hacia lo que se podrá creer (o no ) de lo que el sujeto ha percibido o dicho”.

Tampoco se podrá dudar de que el cerebro humano se constituye según un modo relacional a todo lo largo de la vida, que el wiring o cableado cerebral depende de las experiencias tempranas de intercambio entre el inerme recién nacido o bebé con su entorno social y que algunos déficits neuroquímicos o exceso o falta de ciertos neurotransmisores determinan trastornos mentales de distinto tipo en los niños y en los adultos. Pero, (de nuevo cito a Castel) “¿Depende esto del psicoanálisis o de una psicología del desarrollo más o menos imaginativa? ¿Para qué serviría a Winnicott este tipo de conjeturas? Ciertamente no se me pasa por la cabeza la idea de negar que pasan cosas en las neuronas durante un psicoanálisis. Todo lo contrario y allí, en el descubrimiento de esas cosas, residen mis mayores esperanzas . Pero no en que se pueda pasar de lo que sucede en el cerebro a la comprensión de lo que vive y siente el sujeto basándose en las hipótesis neurofisiológicas de Freud hacia fines del siglo XIX, tan reiteradas por quienes se empeñan en naturalizar a la mente, esas teorías que él tuvo mucho cuidado de ocultar”. (fin de la cita)

Es el momento de intercalar otra referencia que me es familiar y que concierne al goce de, al goce por, la memoria de un sueño de un connotado fisiólogo de la memoria que no repetiré aquí por razones de tiempo. De este autor, (J. L. McGaugh Memory & Emotion. The Making of Lasting Memories (2003) debemos comenzar por recordar su cauta afirmación que debería ser contagiosa: él se dedica a estudiar, no « la memoria », sino « los procesos cerebrales que hacen posible la memoria ». No confunde los dos planos, la conciencia como fenómeno mental y las neurociencias que, según entiende, pueden y deben analizarse por separado.

Ante el proclamado avance de las viejas ciencias cognitivo-conductuales, hoy forradas con un tapizado nuevo urdido en los telares de las tecnologías de investigación del cerebro, debemos revisar ciertos presupuestos de esa psicología tradicional de la que partió Freud y que nos viene desvelando en privado desde la adolescencia (cuando escuché por primera vez el nombre de Benjamin) y en público, por lo menos, desde 1975 cuando publicamos Psicología: Ideología y ciencia. Habremos de volver a los intentos iniciales del psicoanálisis para ligar los fenómenos psíquicos[1] ¾ con la fisiología del sistema nervioso central en general y del cerebro en particular pero debemos hacerlo a la luz de las supuestas grandes “novedades” reveladas por la investigación contemporánea.

Sabemos que al comenzar su vida en el psicoanálisis, en 1895, Freud hizo un intento de ligazón teórica que fracasó y acabó, por su voluntad, en cajones de manuscritos inéditos y no destinados a la publicación que hoy parecen recobrar actualidad por los esfuerzos “neuropsicoanalíticos”. Nada menos que una “Psicología para neurólogos”. Al terminar esa vida, en 1938, Freud había sacado su conclusión y ¾esta sí, era entregada al público lector como pieza final de su teoría. Afirmaba tajantemente que esas presuposiciones y esa búsqueda no podrían dar resultado. Comenzó su testamento científico, el conocido Esquema del psicoanálisis, diciendo con palabras que siguen siendo exactas y premonitorias:

El psicoanálisis establece una premisa fundamental cuyo examen queda reservado al pensar filosófico y cuya justificación reside en sus resultados. De lo que llamamos nuestra psique (vida anímica), nos son consabidos dos términos: en primer lugar, el órgano corporal y escenario de ella, el encéfalo (sistema nervioso) y, por otra parte, nuestros actos de conciencia que son dados inmediatamente y que ninguna descripción nos podría transmitir. No nos es consabido, en cambio, lo que haya en medio; no nos es dada una referencia directa entre ambos puntos terminales de nuestro saber. Si ella existiera, a lo sumo brindaría una localización precisa de los procesos de conciencia, sin contribuir en nada a su inteligencia. (Destacados agregados)

Mostrar centros y vías y redes y circuitos cerebrales estaría muy bien… pero en nada contribuiría a entender la vida psíquica. Hay, por un lado, un espacio del cerebro, accesible a la investigación biológica; hay, por otro, un espacio de los “procesos de conciencia” que exploramos con el método psicoanalítico. Hay un punto terminal que es “órgano y escenario”, otro que es el de los “actos de conciencia” que son “datos” inmediatos e imposibles de describir. Si puentes hubiese entre esos dos espacios (cada uno en un extremo, con su propia topología) no progresaríamos en eso que buscamos: la inteligencia del funcionamiento del psiquismo. Hacia el final de su vida, en una visita a los Estados Unidos (1976), Lacan dijo: “Créanme que he visto suficientes electroencefalogramas en mi vida como para no encontrar nunca en ellos ni la sombra de un pensamiento”.

Aclaro que yo no pondría objeciones si alguien, a su vez, me dijese: “He visto suficientes dibujos de nudos borromeos y sus derivados sin haber encontrado nunca en ellos ni la huella de un pensamiento”. Por supuesto. La topología lacaniana no está para captar u objetivar el funcionamiento mental sino para ofrecer modelos de relación y articulación de los goces entre el cuerpo y el mundo, tanto en lo simbólico, como en lo imaginario y en lo real. Sucede que la conciencia, al igual que la inconsciencia de los pensamientos, persiste en mantenerse como misterio y se resiste a toda figuración u objetivación. Propongo entonces que la conciencia, el llamado “misterio de la conciencia”, es goce, goce de la relación entre un cuerpo humano, la sustancia gozante, y un mundo que también está organizado por el lenguaje. Interioridad y exterioridad del cuerpo y del mundo en una continuidad como la que muestra la botella de Klein en la que no podremos hoy detenernos.

Este cuerpo está organizado y conectado con el mundo por un órgano que sirve a la interfaz entre esas dos realidades, un órgano que no piensa ni recuerda ni es inteligente y que se ubica, para los vertebrados y para muchos invertebrados, en la extremidad cefálica de ese cuerpo. Un órgano sin el cual no habría ni ideas, ni recuerdos, ni emociones, ni inteligencia fuera de la necesaria para mantener la vida vegetativa. El cerebro. hay que admitirlo, cubre su principal función sin pensar en lo que hace, al igual que las demás partes del organismo. Si el páncreas cumple con su trabajo endo- y exocrino sin pensar en lo que hace, ¿porqué no lo haría igualmente el cerebro. ¿Que es un órgano de extraordinaria complejidad, con sus 85 billones de neuronas y sus incontables trillones de conexiones? Ni quien lo dude. ¿Qué en él se producen los más sutiles movimientos y operaciones fisicoquímicas que se seguirán explorando mientras subsista la vida de la especie humana en el planeta y quizás, puede que muy pronto, fuera de él?

Definitivamente, sí. Los sesos se las arreglan para cumplir con su tarea lo mejor que pueden, como los demás órganos que tampoco “saben” como funcionan. Ese cerebro es el órgano vital, él mismo insensible, indolente, que posibilita la adaptación recíproca del cuerpo y el mundo. Un conector, un relé indispensable para la vida humana. Ni más ni menos. Debemos continuar con nuestras tareas de exploración, cada uno por su lado, cada uno con sus métodos y objetos de estudio, cada uno aprendiendo de lo que avanza su vecino, sin por ello borrar las fronteras. De ese correlato sacaremos provecho aun sin saber cuál es la correlación ni pretender forzarla.

 

En un congreso como este, tan importante, tan necesario para clarificar posiciones, convergencias, divergencias, esperanzas y desilusiones, he creído necesario expresar mi pensamiento sin tapujos. Por esa oportunidad reitero mi agradecimiento a los organizadores y en especial de Daniela Flores Mosri y a Francisco Gómez Mont, así como a quienes hicieron posible esta grabación y a quienes tuvieron la paciencia para seguirla, mi profundo sentimiento de respeto, admiración y reconocimiento.

 

Barcelona, julio de 2018

* Psicoanalista, ex-profesor en las Universidades de Córdoba, Argentina, Nacional Autónoma de México, actualmente invitado por las Universidades Complutense de Madrid y Autónoma de Barcelona (España).

 

 

 

 

 

 

[1] Psikhé, la palabra homérica, mantiene su vigencia: no entendemos que haya ninguna ganancia (y sí mucho que perder) al hablar de “alma”, “espíritu” o “mente”.

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