Para la revista virtual publicada en la India desde 2013 escribí, por invitación, un texto en inglés y en español que apareció publicado en el #15. He aquí el artículo
ECONOMÍA (Y) POLÍTICA DE LA ATENCIÓN[1]
NÉSTOR A. BRAUNSTEIN*
Se da por hecho que estamos inmersos en una “economía de la atención” y que ella forma parte de un modo de calcular que se rotula como “capitalismo cognitivo”, rama de la economía dedicada al análisis de las estructuras económicas, de intercambio y de extracción de plusvalía. La materia prima de esta mercancía es el conocimiento producido y acumulado en archivos que se guardan desde la más remota antigüedad histórica pero que alcanzan su perfección y omnipotencia en la actualidad mediante internet.
La escasez de la atención en relación con la sobreabundancia de la oferta de servicios haría de esta “sustancia”, el interés de los usuarios por lo que se ofrece a su consumo, una mercancía preciosa por la que vale la pena competir y obtener “compradores” de los productos de las empresas “comercializadoras” de la atención: Google, Netflix, Facebook, etc.
Como la metodología y la teoría “científica” de esta nueva sección de la actividad económica o de este nuevo mercado es una “novedad”, se piensa que fue en tiempos recientes cuando se descubrió que la “atención”, es decir, el estado de alerta mental, era una mercancía (commodity) que podía y debía ser producida para que las demás mercancías y para que el sistema económico en su conjunto funcionasen de la manera requerida.[2] Puesto que la atención de los espectadores de la escena mundial está distribuida entre numerosos canales de compraventa, el interés de la gente por lo que se ofrece para su consumo sensorial e intelectual es altamente voluble y los “media” requieren de estímulos que llamen la atención, la conserven y eviten lo que pudiera ser su antídoto, el aburrimiento[3], el desinterés, el impulso para “cambiar de canal” y dedicar la atención a otros excitantes. La competencia en el mercado de la atención es brutal y constantemente se ensayan nuevas recetas para producirla y sostenerla; la invención de nuevos gadgets tecnológicos y de nuevos modos de comunicación social por medio de ellos es el gran negocio de nuestros tiempos. De tal manera se llega a la conclusión de que, puesto que la demanda es muy superior a la oferta, hay una escasez siempre creciente de esta mercancía tan apreciada en la “era digital”. Habiendo una “economía” tiene que haber, por fuerza, una “política de la atención” que se ocupa de temas tales como el control de la materia prima y de los “medios” de transformación de ese material en el producto acabado.
¿Cuáles son o dónde están los instrumentos para la producción y el consumo de esta sutil mercancía? La respuesta parece evidente: es el flujo de información aferente que reciben los sentidos corporales, la transmisión de esos estímulos y el procesamiento de esa información en el órgano específico de la atención que es el cerebro donde está instalada la estructura fisicoquímica (neuronas, corrientes eléctricas, neurotransmisores) que generan los ritmos de la vigilia y el sueño, del placer y el dolor, de la excitación y la apatía.
Por lo tanto, sin que sea sorpresa: está en marcha una economía y una política de la actividad cerebral. Investigar el funcionamiento de la corteza y de las estructuras subcorticales es algo que trasciende a la biología y que puede resultar en beneficios que se reflejarán en el mercado accionario de todas las bolsas mundiales. Por eso es importante la lectura y discusión del artículo de Tiziana Terranova que lleva por título “Attention, economy and the brain”. ¿Quién fabrica y vende la atención de los espectadores?
La existencia palpable de una “economía y una política de la atención” no es, sin embargo y en contra de todas las apariencias, un rasgo o un fenómeno contemporáneo. Existió desde siempre y en todas las épocas y culturas. Las ideas y las jerarquías de poder y dominación han requerido siempre la compactación de la sociedad alrededor de ideas, instituciones y rituales que gobiernan los sistemas de comportamiento y conciencia de los miembros de la sociedad que son sus “sujetos”. La “nueva economía” o “economía digital” no ha hecho sino realzar esa demanda absorbente de la atención de los sujetos orientando la percepción del mundo de la naturaleza y de la cultura según los intereses hegemónicos.
Los movimientos de resistencia al poder social, político y económico, a su vez, han tratado de contrarrestar esa violencia simbólica alrededor de emblemas establecidos con consignas de signo contrario. Ejemplo paradigmático: “¡Proletarios del mundo; uníos!”. La denuncia revisionista crea un paisaje de campos contrapuestos en la competencia, la lucha, por la atención de aquellos a quienes se dirige. La legendaria “lucha de clases” es también combate por la atención de los integrantes de esas clases. Todas las ideologías, a su vez, ponen en acción los recursos técnicos más avanzados a su disposición para apoderarse de las conciencias. O se despierta la atención o se cae en la somnolencia. Los libros de ciencia con su acumulación de saber producen el hastío del Dr. Fausto cuya atención es atraída por las promesas sensuales de Mefistófeles. Agitar el espectro del oro y el moro como recompensa es el tema del enfrentamiento de Dios y el diablo en todas partes: en el jardín del paraíso, en el Urfaust de Marlowe y en la distopía de Orwell. Internet con sus incontables flujos de información es la encarnación más reciente del “reclamo” (réclame) de las milenarias técnicas de publicidad, tan antiguas como la escritura misma.
“Llamar la atención” y “distraer la atención” han sido siempre las estrategias triunfadoras convocadas por todo proselitismo y por toda empresa evangélica o publicitaria. En el orden de los temas de la psicología clásica se dividían las facultades del alma en intelectuales, afectivas y volitivas. Se comenzaba por el estudio de “la inteligencia” y el primer tema era “la atención”, “buril de la memoria”, según el tópico que me enseñaron apenas terminó mi infancia. Que ahora se explore atentamente esa atención con centellografías e imágenes de zonas cerebrales y se hagan mapeos de neuronas, sinapsis y chorros de neurorreceptores no cambia cualitativamente el campo conceptual en que se mueve la psicología de hoy que ha cambiado su nombre clásico y sospechoso de lo “psíquico” (el alma) por el de “ciencia cognitivo-conductual” volviendo a los viejos clichés de la conciencia y el comportamiento como objetos privilegiados y pretendiendo olvidar la sacudida que representó el trabajo innovador de Freud en torno al inconsciente.
Ocultar el inconciente (ya de por sí oculto tras “mecanismos de defensa del yo” y “resistencias”), desactivar ese inconsciente que se filtra como accidente en el fluir de la conciencia, el inconsciente que está estructurado como un lenguaje y por lo tanto no puede ni quiere aparecer en la imagenología cerebral reinante, es ya un trabajo de distracción de la atención al que pocos parecen escapar. En ese terreno es donde resalta y se hace más valiosa la obra de B. Stiegler y todos aquellos que, con él, prosiguen la lectura derrideana del texto freudiano y recurren al método psicoanalítico cuyos dos instrumentos fundamentales son la regla de la asociación libre para el analizante y su contrapartida, la “atención libremente flotante” (gleichschwebende Aufmerksamkeit) del analista. Habrá que volver sobre ese método antes de cerrar este breve ensayo.
El flujo de información que llega al cuerpo viviente a través de todos los canales sensoriales es, como siempre se supo, infinito. Puesto que la conciencia sólo capta y puede procesar una ínfima porción de esa información, el conjunto de estímulos que impacta al organismo humano y que éste es capaz de elaborar en términos de “conciencia vigil”, dándole acceso a la palabra es, en términos proporcionales, próximo a cero. Y sin embargo, ese cero, esa “percepción consciente” que atraviesa todas las capas de resistencia, es el objeto privilegiado de la ciencia actual con sus modelos neuronales e informáticos. La “ciencia de la mente”, callada-mente, ha operado una regresión a la psicología de la conciencia revestida ahora con un engañoso tapizado naturalista.[4]
El cerebro “atiende” a aquello de lo que no se desentiende… que suele ser lo esencial. Por cierto que no hablamos aquí del cúmulo de informaciones que el psicoanálisis ha reconocido y caracterizado como “preconsciente”, aquello de lo que uno podría percatarse sin levantar ninguna represión, orientando los procesos de “atención” hacia lo que se ubica en los márgenes de la percepción, lo subliminal, lo que se descarta como superfluo para mantener un funcionamiento organizado en la vida social. Hablamos, sí, de lo que tropieza con resistencias, lo que no puede ser atendido porque es inconciliable con el narcisismo de un yo siempre celoso de sus prerrogativas, esa instancia “que rechaza, resiste, reprime” en el decir de Freud.[5]
La actual “economía de la atención” tiene un objetivo esencial que es distraer la atención del sujeto de aquello que lo constituye y que se le oculta (lo reprimido) no por mala voluntad sino por razones estructurales. Me refiero a los procesos de sujetación que, a través precisamente de estos canales, de estos “media”, de estas prótesis sensoriales constantemente sometidas a su consumición, lo apartan de las cuestiones esenciales relacionadas con la vida concreta que él sobrelleva ahora, en el medio social del capitalismo de avanzada, postindustrial, donde la posibilidad de escucharse a sí mismo es devorada por la multifónica y cacofónica anarquía de los mensajes infinitos orientados a captar su “atención”.
El resultado del discurso de los mercados (en trance de desplazar a los discursos del amo y del capitalista que le precedieron) es este pervasivo (neologismo anglosajón aun no incorporado en el DRAE) “trastorno del déficit de atención” (ADHD; para continuar en la lengua que fue de Shakespeare, Milton y Eliot y ahora es la del DSM-5) donde la dispersión del sujeto corresponde a la dispersión caótica de los mensajes que compiten por su “atención” y que, por esa competencia misma, se transforma en un recurso “escaso”. Terranova (cit.) alude en su artículo a un “darwinismo” que reinaría en la lucha por apoderarse de los cerebros, ahora “extrañamente privados de su capacidad para la innovación y la creación”. Sobre todo, agregaríamos, de su capacidad para sumergirse en los océanos de la complejidad, esa complejidad que hoy se considera “superflua”, de los discursos de la filosofía, la teología, la ateología, las ciencias que se ubican más allá del positivismo y “atienden” a los elementos “negativos” de la diferencia y de lo irrepetible como son la historia, la lingüística, la economía política, la antropología y el psicoanálisis. Ciencias de la “negatividad”, ciencias de lo diacrítico, donde sólo pueden señalarse diferencias con lo que pudiera ser y no es, es decir, ciencias opuestas a la perspectiva “positivista” dominante en la ciencia natural. Hablo de las ciencias cuyos datos no pueden incluirse en ningún software con la pretensión de que lleguen a ser predictivas y sumisas a una “evaluación” cuantitativa de sus resultados. Hay que decirlo desde ya “la economía de la atención no puede integrarse a una ciencia positiva con resultados calculables”. La razón para ese dictamen es la misma que subtiende a una imposible ciencia positiva de la subjetividad. No es midiendo los clics, los shares, los links, los like, los prints, etc., como se alcanzará a saber quién es ese sujeto que da su acuerdo y su conformidad al forraje “informático” con el que se lo atosiga en la red (siendo él quien es ofrecido como forraje para la información que lo consume). El sujeto es precisamente la “sustancia” que se ubica más allá del menú de opciones al que se lo integra para calcularlo. Habita en un espacio que no es el de su caja craneana (donde están el hipocampo y la corteza prefrontal), objeto de estudio de la ciencia “natural” sino el del lenguaje compartido con sus consocios igualmente sujetados y que manejan “equipos” y “aparatos” similares a los suyos, objeto de estudio de la ciencia “innatural” de la interacción social.
El lenguaje de la economía del cálculo que se propone para teorizar este campo es una metáfora pobre. Es lo que Quine define como una proxy function o, dicho en términos de la poética tradicional, es una alegoría del real estado de cosas que es la lucha por el control de los mecanismos atencionales. “Un discurso marginal respecto de la economía en sentido amplio y uno al que le falta la legitimidad que habitualmente se concede al trabajo más académico”, que es “efímero” y que “corresponde a las preocupaciones de los gigantes corporativos” involucrados en los nuevos instrumentos de la comunicación cibernética. (Terranova, cit., p. 3.)
La mentada “plasticidad cerebral” propuesta por Catherine Malabou es la maleabilidad conveniente para el discurso de los mercados que requiere sujetos prestos a cumplir las funciones y consumir los productos de una tecnología que cambia y se acelera sin pausa: son ellos los servomecanismos anticipados por Mumford y McLuhan a los que hicimos extensa referencia en un ensayo anterior.[6] Son los sujetos como terminales de la megamáquina en la que deben forzosamente integrarse y donde ocupan el lugar asignado en ese hombriguero (cit., p. 58) que traduciríamos como manthill. Esas cabezas llenas de paja que son habilísimas y veloces como el rayo cuando se trata de hacer tareas rutinarias o digitar minimensajes pero que son incapaces de pensar en el lugar del otro, o de sostener simultáneamente tesis contradictorias como lo pide la célebre definición de la inteligencia de F. Scott Fitzgerald. Creemos que en esta situación la atención a los requerimientos de la máquina no sirve a la inteligencia sino que es una resistencia contra ella por mecanismo interpuesto. La víctima del secuestro no es la atención “robada” (purloined) por el servomecanismo sino la inteligencia que resulta paralizada por el cálculo raudo y vertiginoso de la máquina que llega al resultado preciso sin que nadie sepa cómo. La dispersión, la vaguedad, la adhesión a jefes, a logotipos, a drogas, a ideas volubles, la difusión de las fronteras entre la razón y la sinrazón (borderlines), es el precio que se paga por los “útiles” que utilizamos y cuya “utilidad” para muchas de las acciones humanas estaríamos lejos de impugnar puesto que nosotros mismos, como todos, nos servimos de esa tecnología… aunque más no sea para teclear estas líneas. Son los venenos curativos de la “farmacia de Platón” según la célebre disquisición de Derrida sobre el pharmakon.
La percepción, como bien lo hizo notar Stiegler, es un resultado, no de la acción del cerebro, sino de la historia de la lengua y de la comunidad donde el sujeto se ha constituido que, a su vez, determina su memoria (base de su “identidad”, según se sabe desde Locke: memory makes personal identity). Ese individuo deseante es el sujeto del inconsciente (“del inconsciente” que no es un objeto de su propiedad sino que él mismo, como sujeto, es un efecto y una propiedad de ese inconsciente que regula los funcionamientos de su intelecto y determina los contenidos de su conciencia). Él es el agente de los intercambios con las mercancías tecnológicas, es él quien “percibe”, es decir, quien integra los datos que le llegan por los órganos de los sentidos según los marcos que el mundo histórico ha puesto para el funcionamiento y el cableado (wiring) de su cerebro. Nunca se cansará uno de repetir (con Marx) que es la vida social la que determina la conciencia y no la conciencia la que determina la vida social. Lo que el sujeto percibe y lo que él retiene está mediado por los “medios”, es decir, por las tecnologías que fueron inventadas antes y por fuera de él para administrar su “vida mental”, su “psicología”. ¿Al servicio de quién? De las “sociedades de control” (Deleuze) que, cibernética mediante, están en vías de sustituir a las “sociedades disciplinarias” (Foucault) que eran las del capitalismo tradicional. Al sujeto de nuestro tiempo no se lo encierra; se lo vigila por medio de dispositivos de registro y localización de sus acciones a los que no puede escapar. Su economía libidinal es gobernada por requerimientos de atención y acción; su privacidad, toda privacidad, ha sido abolida. El minúsculo aparato que lleva en sus bolsillos ha hecho de él un cyborg.
¡Qué duda cabe que la atención requerida por un “nintendo” ¾¿juegan las niñas al nintendo si no es por imitación?¾ es distinta de la que hacía falta al niño de la misma edad para jugar con el trompo, las muñecas o las canicas! Es esa misma atención la que hace falta para dirigir un dron y hacerlo dar en el blanco sin tener que pensar en el colateral damage ni en el proceso que lleva a un funcionario militar a decidir a quién se va a eliminar a distancia sin ningún juicio previo y sin posibilidad de defensa. No hace falta más o menos atención para los juegos del pasado (pensemos en el ajedrez) que para los del presente; es evidente que se trata de otra modalidad cualitativa de la atención. La vida social en los clubes no es mayor ni mejor que la de Facebook; es sin duda diferente. El cerebro hace lo que puede en cada caso, dependiendo de lo que se pida de él. Tal es su “plasticidad”, en otras palabras, su complacencia con la historia, su tendencia a plegarse a la convención sin necesidad de recurrir a ninguna clase de “mirror neurons” que explicarían el funcionamiento del sujeto en la sociedad.
La atención es un efecto del compromiso afectivo, gozoso, libidinal, miedoso, etc., de un sujeto con lo que se presenta ante sus sentidos (la información) y pone en marcha sus mociones pulsionales. ¿De qué atención se trata? Cualitativamente diferentes son la atención del paranoico, la atención del celoso ante lo que motiva su desconfianza, la atención del hipocondríaco que estudia a su cuerpo como un tablero de señales del que proceden misteriosos signos de alarma, la atención del músico al afinar su instrumento, la del erudito ante los documentos, la del caminante distraído o absorto en sus cavilaciones que no se percata de lo que pasa a su alrededor, la del avaro ante su cuenta bancaria, la del ajedrecista, la de quien busca defectos de su rostro en el espejo, la de quien se interesa por noticias periodísticas que, en última instancia, no tienen nada que ver con él ni con sus ocios ni con sus negocios, la del soñante que a la mañana siguiente recordará su experiencia onírica sin entender nada de su sentido y espera que pueda interesar a su psicoanalista o revelarle claves desconocidas para él. La información suscita una respuesta atenta por su conexión con las metas y las motivaciones del sujeto, en relación con sus fantasmas, sus fantasías más o menos inconscientes, los escenarios imaginarios de la realización de sus deseos y temores.
Esta fenomenología clínica de la atención muestra que no se puede tratar de la atención sin atender a la intención, es decir al objeto sobre el cual ella recae y a la actitud del sujeto frente a ese objeto de su interés o desinterés. Las nuevas tecnologías no hacen sino continuar con el proyecto de las viejas en el intento de canalizar la subjetividad hacia formas socialmente aceptables y convenientes para el sistema de producción hegemónico. Tiziana Terranova termina su artículo con una nota cautamente optimista acerca de la posibilidad de soslayar esta “economía de la atención” que hace de ella una mercancía escasa y se orienta hacia la posibilidad de que las nuevas tecnologías sean capaces de proponer nuevos modelos de “cooperación social” y “diferentes formas de subjetividad”. Su conclusión se reúne con la esperanza mesiánica de Hölderlin (Heidegger) y Benjamin: “En medio del peligro crece lo que redime”. Pero esa esperanza suena abstracta: utilizar al pharmakon para extraer de él lo “positivo”, la capacidad de invención y de creación que haga de barrera a los procesos del control y la desubjetivación masiva y masificante de los sistemas de control social requeridos por los mercados y las sociedades de control.
¿Qué otro remedio cabe? Parece que ninguno… a menos que se descuide el hecho de que no se tomó en cuenta la existencia de otro modo de la atención, un modo no manipulable por esa tecnología que produce mecanismos en constante obsolescencia. Que existe otra cosa y esa alternativa no es “novedosa”: es la dialéctica que ha animado desde siempre al pensamiento crítico. Hay que reconocer la oposición y la complementariedad de estos dos modos de aprehender lo real: uno, el del cómputo y el cálculo; otro, el del pensamiento y el análisis crítico de lo que se llega a conocer.
La dialéctica no permite el conocimiento empírico de la realidad: ningún artificio lenguajero permitirá jamás conocer cuáles son las zonas o los neurotransmisores implicados en la actividad cerebral que hace posible la atención o medir en años luz cuáles son las distancias intergalácticas. El pensamiento no puede emular al cálculo, no puede predecir el porvenir y es inútil para la obtención de datos: esos mundos, esos resultados, le están vedados. Pero hay algo que no está más acá sino más allá de la computación y de los datos “objetivos”. Ese plus o suplemento es la capacidad de inteligir el sentido y las limitaciones de los hechos, de discutir las objeciones, de orientar nuevas investigaciones, de refinar el lenguaje con que se expresan los susodichos “resultados”.
La conclusión “optimista” del ensayo de Terranova es una confesión del olvido en que cae la opción alternativa a los éxitos indudables de la técnica. Leemos en él la esperanza de enfrentar al mundo del cálculo que produce una “degradación de la atención” con los mismos instrumentos que instigan esa “degradación”. Dicho de otra manera, la conclusión es solapadamente pesimista pues deja de lado los recursos para sobrevivir y para mejor utilizar el diluvio de la información digitalizada.
En verdad, hay otros senderos para el “optimismo” y ellos no residen en un hipotético futuro científico, cibernético o neurofisiológico sino en el retorno a las fuentes: a Zenón, Sócrates y Platón, a la mayéutica, a las tradiciones filosóficas de Oriente y de Occidente que trazan las vías para el acceso a la subjetividad. Del recurso al pensamiento deriva la consigna de que el sujeto se haga responsable por su lugar en el mundo actual y, particularmente, con respecto al soborno tecnológico y consumista; no tendrá por ello que renunciar a los encantos de las nanotecnologías, de las prótesis complementarias de los órganos de los sentidos y de las innegables virtudes de la imagen, más allá del segundo mandamiento de la ley mosaica que prohíbe fabricarlas. En ese camino se encontrará a la filosofía del lenguaje y a los juegos del mismo disecados por Wittgenstein en el acmé del “giro lingüístico” iniciado por Mauthner y de Saussure. Y, sobre todo, se descubrirá que la atención puede ir más allá de la concentración puesta al servicio de la retención de “datos”; que puede recaer sobre el hecho mismo de la palabra como acontecimiento que excede al cálculo pues ella no se orienta hacia la exactitud sino a la respuesta que es capaz de evocar en el otro. Quien supo de eso, quien descubrió a la “transferencia” como motor incalculable en el diálogo, quien recomendó abstenerse de aguzar la atención y, por el contrario, insistió en dejarla “flotar”, en la exigencia de escuchar sin privilegiar nada de lo que surge en el flujo discursivo, fue, y hace ya más de un siglo, Sigmund Freud.
¿Atender? Sí; por supuesto. Pero, ¿a qué atender? ¿a qué tender? Atento está el animal a los movimientos y ruidos de su presa. Atento está el niño a la mirada y a la sonrisa de la madre o del extraño potencialmente peligroso. Atento está el organismo en estado de alerta y listo para reacciones “adaptativas”. Es esa una primera forma de la atención. Atento está, en segundo lugar, quien ve los signos (de alguna manera escritos) y los “lee” con un código de desciframiento, atento está el usuario de la red, esa mosca sometida a la “estrategia de la araña”. Es una atención solitaria y potencialmente productiva. Finalmente, atendemos con interés a quien nos habla, quien se compromete con nosotros, quien emite un mensaje y espera una respuesta en la dialéctica del encuentro intersubjetivo. Atendemos a su decir y a nuestra respuesta. Esa atención es la recién referida de la transferencia e involucra al inconsciente, a los fantasmas, a nuestra posición existencial, a nuestro goce que puede muy bien ser “antieconómico”. ¿No corremos el peligro de que la atención a los datos y a los metadatos nos separe de esta función que no solo es intrasubjetiva sino, y mejor dicho, transubjetiva, pues involucra a un tercero, al Otro, a las estructuras lingüísticas y relacionales? ¿Y si la “economía de la atención” como mercancía que produce plusvalía se realizase a costa de la contaminación (“degradación”) de esa atención en el plano coloquial que incluye no solo a lo que se dice sino también a la gestualidad concomitante, la consideración a la presencia de terceros, las modalidades vocales de la elocución y la preservación de la privacidad? ¿Qué nos dicen sobre estos fenómenos los evaluadores de la “economía de la atención”? ¿Quién es el que habla y a quién dirige sus “oraciones”? ¿Quién se hace garante de la verdad o falsedad del decir? ¿Podemos desinteresarnos de la cuestión de la verdad cuando hablamos de la inundación informativa? Finalmente: ¿es en “el cerebro” donde podremos buscar y encontrar las respuestas a estas acuciantes y desatendidas preguntas? Bien sabemos que no.
Lo no informático es el objeto, el objeto privilegiado del inconsciente que es necesariamente freudiano y está estructurado como un lenguaje como consecuencia de la función de la palabra que compromete al cuerpo viviente. El inconsciente o, dicho de otro modo, lo que escapa al cálculo y a la información. Un exceso antieconómico; no una falta. El fundamento del sujeto que recurre al pensamiento y que no puede reducirse al cálculo. Por ser el sujeto un ente (hablente) singular, histórico, imprevisible, no probabilístico pero tampoco azaroso.
Pues el pensamiento puede pensar al cálculo pero el cálculo no puede calcular el pensamiento.
[1] Este breve ensayo pretende ser independiente de los textos que se publican en su vecindad pero, a la vez, puede leerse como un comentario al trabajo de Tiziana Terranova que lleva por título: “Attention Economy and the Brain” (www.culturemachine.net pp. xx-xxx) Por lo tanto, es dable considerarlo en una doble perspectiva, como bibliografía primaria y también como secundaria respecto a esa elaboración de Terranova y la del artículo que le precede, de Bernard Stiegler: “Relational Ecology and the Digital Pharmakon” (cit. pp. xx-xxx).
[2] Se olvida que el “sensacionalismo” es tan antiguo como el periodismo mismo.
[3] “Boredom” en inglés, “ennui” en francés. La palabra fue “inventada” poe Ch.Dickens en su novela Bleak House de 1852. Agradezco a Luz Aurora Pimentel la referencia a esa obra literaria. “Aburrimiento” es antónimo de “atención interesada”. Los psiquiatras la consideran como síntoma de “depresión”.
[4] Corrresponde aquí intercalar una cita de quien mejor supo analizar el tema: “Hoy, las conciencias se han transformado esencialmente en la “materia prima” que permite acceder a los mercados del consumo. En la medida en que ellas condicionan el acceso a los comportamientos de los cuerpos que consumen, las conciencias (…) forman un metamercado, el mercado que da acceso a todos los otros mercados incluyendo a los mercados financieros. Las conciencias y los espíritus han llegado a ser los objetos de una explotación sistemática, global, conducida por grupos mundiales que se han apoderado de industrias como el cine, la radio y la televisión”. Stiegler, B., De la misère symbolique. 1. L’époque hyperindustrielle. París, Galilée, 2004, p. 46.
[5] Freud, S. [1932] Nuevas conferencias de Introducción al psicoanálisis. Conferencia 31. Buenos Aires, Amorrortu, 1976, vol. XXII, p. 53. Traducción: J. L. Etcheverry.
[6] Braunstein, N. A.: El inconsciente, la técnica y el discurso capitalista. México, Siglo XXI, 2012, passim.