El pasado 12 de marzo participé, respondiendo a una invitación que me honra en el XIII Coloquio de Neurohumanidades (?) que se desarrolló en el Auditorio del Instituto Nacional de Psiquiatría de la Ciudad de México.
Presenté allí una así llamada conferencia magistral en donde ampliaba y sometía a revisión mis ideas sobre lo que he dado en llamar EROTANATISMO. El subtítulo es ARTE Y GOCE. Puede leerse a continuaciòn
*EROTANATISMO II — ARTE Y GOCE
Trabajaré como un holgazán (valga el oximoron) sobre textos que ya he presentado con anterioridad y que están listos para recibir, como cualquier otro, correcciones, interpolaciones, incluso traiciones e inversiones. En este caso, la reelaboración está motivada por este contexto, el de un coloquio en torno a dos nuevos significantes que no dejan de rechinar en mi cerebro o en mi mente (que no es una neuromente): neurohumanidades y neuropisicoanálisis. Intentaba en los textos anteriores articular la relación entre las artes y el concepto de goce, central en las elaboraciones de Lacan a partir de 1958 hasta su muerte en 1981, un concepto original que fue desarrollado luego por muchos de sus discípulos y epígonos entre los cuales aspiro a contarme. Ahora, hoy, debo integrar en mi argumentación a un interlocutor entonces imprevisto: las neurociencias y cierta pretendida «neuroestética».
¿Qué entiendo por “obra de arte”? Arriesgaré un concepción personal sobre una cuestión discutida desde hace más de dos milenios. Propongo: una obra de arte es un objeto producido por la acción humana ante la cual alguien llamado espectador no encuentra una respuesta sino una pregunta: “¿Quién eres tú que así me observa?” (ese objeto puede ser poema, cuadro, pieza de música, parte de la naturaleza deformada o informada por alguien, jarro de barro resquebrajado o desgastado por el tiempo, etc.). Si el sujeto no es cuestionado por el objeto, si lo mira sin permitirse ser interrogado, si no es arrastrado a preguntarse por sí mismo, si es indiferente o indolente, no importa cuáles sean las virtudes que otros encuentran en él, ese objeto no es una obra de arte, es una cosa, una cosa del mundo. Si, por el contrario, un objeto que otros no valoran, aunque sea un producto industrial particularizado por su diseño, aunque sea un objeto decorativo, una pared descascarada, una vieja postal vuelta en sepia por el pasaje del tiempo, un tornillo, una casa, un templo o una escultura cicládica, produce en el espectador un cuestionamiento de sí, ese objeto es una obra de arte. En mi idea no tomo en cuenta la intención del forjador, artífice o artesano, no considero la valoración mercantil o el valor de la firma, me olvido de lo dicho por los críticos de arte, pongo entre paréntesis la antigüedad o la novedad, el proyecto o la utilidad, prescindo de todos esos datos como superfluos y me centro en la repercusión del objeto sobre la subjetividad del espectador. No es una obra de arte el mar sino el poema sinfónico de Debussy o la marina del pintor holandés. No el trigal sino el cuadro de van Gogh. Los heniles cuando la luz que cae sobre ellos es representada en el lienzo de Monet que supo ver en esas construcciones utilitarias la obra de arte que no percibe el indolente viajero desde el tren. La obra de arte es tal en tanto que llama al goce de un cuerpo y ese cuerpo es hecho desde el lenguaje que lo separa de la carne y del organismo animal.
He propuesto que el psicoanálisis no es esa erotología que algunos postulan[1] sino una gozología[2][3]. Para entrar en materia de un modo extremadamente sucinto y, por lo tanto incompleto, insuficiente, por ahora útil, he definido al goce como “el conjunto de los modos en que un cuerpo es afectado por el lenguaje”.
En ese sentido, podemos evocar aquí lo que decía Lacan al hablar del goce y estimar la manera en que sus consideraciones acerca de “la jouissance” pueden servir para aproximarse a los procesos de la producción, la circulación y el consumo de las “obras de arte”. Al igual que el goce, también el arte es «una pura instancia negativa», resulta de una moción pulsional, «que no sirve para nada»; ni siquiera aspira a la reproducción de los cuerpos, a aumentar el saber, a satisfacer necesidades o a incrementar la riqueza. Según he leído por ahí (Marc-Alain Descamps) “es pura gratuidad e infinita libertad que se basta a sí misma y se justifica solo por la belleza, sin servir para nada. Es un lujo totalmente inútil pero del cual el hombre no podría privarse sin dejar de ser lo que él es. Es gratuito y desinteresado”.
Podríamos afirmar, con Lacan, que sin el goce (y sin el arte, agregamos) sería vano el universo. Que el arte es la manifestación primigenia y más auténtica de la presencia de lo humano en la tierra. Acaba de descubrirse, justo el mes pasado,[4] que la primera manifestación del Neanderthal, hace 65.000 años, consistió en el hecho, hoy comprobado, de que nuestros más próximos ancestros se pintaban las manos con pigmentos vegetales y las aplicaban sobre las paredes de las cavernas donde habitaban. De modo que, podemos afirmar, la prueba originaria de la vida humana es el action painting que tantos siglos después haría famoso a Jackson Pollock. Ahora sabemos que el action painting está en los comienzos del arte y se ubica en una continuidad insospechada con los inicios de la presencia de la nueva especie en el planeta.
Que el arte en sí sea lo que no sirve para nada no quita que puedan encomendarse al arte y a los artistas la función de respaldar o de impugnar privilegios políticos, económicos o ideológicos. ¿Pero, si no sirve para nada, cuál es el móvil de la actividad artística? El arte es, por naturaleza, superfluo y, ni siquiera habría que recordarlo, es también imprescindible; es un componente sustancial de la cultura. No hay civilización sin arte ni arte espontáneo que no pase por los desfiladeros del lenguaje escrito y hablado al que la composición del objeto está sometida. Esas manos pintadas que se descubren en las cuevas no tienen equivalentes ni precursores en el reino animal; son efectos de la vida social en una cultura. Sin entrar a fondo en un terreno de ásperos debates, podemos afirmar que hay múltiples sociedades animales pero que no hay ninguna cultura animal a excepción de la propia de esta especie particular que se arroga el maldito (pinche) privilegio de destruir la vida en el planeta.
Es un lugar común en la reflexión occidental y en nuestra cultura la ligazón entre el arte y el amor, “por amor al arte”. Ha podido decirse que una de las funciones del arte es la de atravesar los siglos y llevar al presente el testimonio del pasado. José María de Heredia propuso que “el arte es el conjunto de las imágenes que la creación humana a opuesto al tiempo”. Por esa y otras razones, el arte ha sido idealizado y vinculado a la producción de objetos bellos y al placer que estos producen. En términos freudianos esa valoración del arte, del artista y de las obras sería una manifestación presidida por el simpático dios Eros, por el amor que tiende a la producción de uniones cada vez más amplias y sólidas en el mundo de la cultura. El arte, en sí, independientemente de sus contenidos, sería erótico, pertenecería al campo del “erotismo” en un sentido amplio.
Luego entra en escena el goce, esa dimensión que Freud vislumbró “más allá del principio del placer”. Si pudimos definir el goce como “el conjunto de las formas en que el cuerpo es afectado por el lenguaje” aceptaremos que la vida humana, desde el pasaje de lo crudo a lo cocido y de la miel a las cenizas, del animal real a su representación, del organismo viviente a la tumba que lo recuerda como alguien que estuvo dotado de un nombre propio, de la transmisión de una lengua a un infans que no la ha pedido, es siempre una sucesión de actos artísticos, una creación de discursos nunca antes pronunciados, es decir, de lazos sociales que cambian al espectador o receptor. El goce del cuerpo viviente es el sustrato de cuanto se hace como arte, vale decir, el artificio y el artefacto. Es ese goce, además, el sustrato de los sueños.
Habrá que decir que el arte evoca, llama, al goce, al goce de los cuerpos en una pura dilapidación de energías individuales y sociales; no por lo que sirve sino porque no sirve para nada. Es «desperdicio», potlatch, waste. Sensualidad sin fin. Un juego con el cálculo de las convulsiones incalculables producidas por esos objetos inútiles en los cuerpos. Y, junto a ese constante inventar dedálico (para invocar aquí el de Dédalo, nombre mítico del artista por excelencia), el arte es destrucción de lo preexistente y promoción de lo que nunca hubo: creación que es siempre disolución, invención de lo nuevo (póiesis). Descubrimiento y exploración de nuevas posibilidades de la sensibilidad y de los sentidos.
¿Y el cerebro (no perdamos el objetivo de esta exposición ya que esperamos que sirva para algo en el coloquio de «neurohumanidades» y no se quede en puro desperdicio), qué tiene que ver el cerebro en esta afectación del cuerpo por el lenguaje? Quiero decirlo de manera lapidaria: es el órgano fundamental, sin el cual nada de lo humano ni del arte sería posible ya que se ubica, decíamos ayer, en la interfaz entre el mundo y el cuerpo constituidos ambos, para el ser humano, por el lenguaje que tiene, claro, sus clavijas de articulación en el cerebro. Es el teclado, no la música. El cerebro es la bisagra que une los dos postigos; sin él, ni el cuerpo ni el mundo serían sentidos o tendrían sentido. Pero entender el apasionante funcionamiento de esa vital bisagra no permite conocer el goce que se articula en uno y otro de los dos postigos. Hasta donde sabemos las neuronas no gozan ni sienten ni duelen; cumplen con su función como las otras células. El que goza, siente, etc., no es el cerebro sino el sujeto encerebrado.
La religión monoteísta parece, pero tan solo parece, haber erigido una barrera que frena el goce de las imágenes por la por medio de los dos primeros mandamientos prohibitivos que bajaron del Sinaí de la mano de Moisés: el primero, no tener otro dios que Ése que todo lo creó a partir de la nada, el Gran Artífice, y el segundo: no forjar imágenes, pues hacerlas es la prerrogativa de Aquél Uno y Único que nos modeló a su imagen y semejanza. Esa ley instaura la guerra: llama a la vez a quebrantarla con la necesaria forja de imágenes (pues es imposible ni tan siquiera hablar sin crear imágenes) y a defenderla contra los herejes mediante furiosas acciones iconoclásticas. No se puede crear sin destruir lo que existía antes. Forjar el metal o inventar una arte poética novedosa es atacar a la materia mineral o lenguajera de la que el nuevo objeto procede al igual que enchastrar paredes o lienzos con pigmentos o carbones. La historia de la cultura, de las religiones y del arte reconoce dos actitudes enfrentadas: la iconolatría y la iconoclastia. A medio camino entre ellas quedan la complacencia y la tolerancia de la iconografía, la generalización de las imágenes para servir al culto religioso o la individualización de las mismas para celebrar la subjetividad singular.
La sumisión a una autoridad absoluta (“no tendrás otro Dios”) requiere el complemento de la prohibición de la sensualidad (no te di-vertirás con imágenes). El cuerpo que goza con figuras es un obstáculo a los deberes del hombre para con Dios y para con la polis y conduce al olvido del único creador (según el monoteísmo) y a la anarquía de los sentidos que pueden desenfrenarse. La ciudad y la divinidad exigen interponer barreras al goce… aun a costa — o con el beneficio añadido, es decir, con la plusvalía — de incrementar ese goce gracias al sabroso y apetecible condimento de la transgresión. El artista goza al poblar el vacío con los objetos que produce. Como la madre al parir, como cualquiera al expeler partes de su cuerpo y proyectar esos excrementos, esas deposiciones, hacia el exterior. Hay goce en la expulsión o pérdida de lo que formaba parte de nuestro cuerpo y ahora se ve aparecer en el exterior, fuera de él, que provoca reacciones de gusto o disgusto en quienes las aprecian o, y eso es lo más común, las desprecian.
La naturaleza se manifiesta como naturaleza humana al cumplir la orden tácita de transgredir a la naturaleza forzando sus límites. Con la producción de objetos artísticos el hombre refrenda el orden de lo natural, tanto al violentarlo como al imitarlo.
Freud atribuía a Eros la función unitiva, la de crear ensamblando, la philia que él oponía, siguiendo a Empédocles, a la discordia (neikos). Eros era, para él, el arquetipo de la sexualidad, la encarnación de la libido (Liebe = amor). La sexualidad en Freud trasciende la genitalidad (algo que Foucault desconoce cuando escribe su Historia de la sexualidad). Muy sabiamente Freud advertía contra la adulteración diluyente de su teoría de la libido cuando se entonan alabanzas a las virtudes del simpático diosecillo Eros.
Dijo: “Hablando de “Eros” y “erotismo” me hubiera ahorrado muchas previsibles impugnaciones… pero me hubiera traicionado… No quise (hacerlo) porque prefiero evitar concesiones a la cobardía. Nunca se sabe adónde ser irá a parar por ese camino; primero uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la cosa misma. No puedo hallar motivo alguno para avergonzarse de la sexualidad; la palabra griega eros con la que se quiere mitigar el desdoro, en definitiva no es sino la traducción de nuestra palabra alemana Liebe (amor); por último, el que puede esperar no necesita hacer concesiones”[5].
Freud, como vemos, desconfiaba de la palabra “erotismo” y del culto al amor. Fue décadas después, en 1957, cuando Georges Bataille[6] destacó y ensalzó el carácter subversivo, para nada apaciguador, del erotismo, su relación con la voluptuosidad (con el goce, diría yo, retomando la inspiración que Lacan tomó de su cocónyuge[7]) y enfatizó la íntima y esencial relación del erotismo con la muerte. Sobra, tal vez, decir quién fue el inspirador de esa concepción de Bataille, el prócer literario admirado por el propio Bataille y por Lacan: el marqués de Sade. Hay, pues, dos nociones contrapuestas del erotismo, la primera, diluyente, desexualizadora, pacificante, que es la tradicional con sus loas a la belleza y a las buenas formas y maneras y la otra, sadiana, la sostenida por Bataille desde la primera línea de la “Introducción” a su libro cuando escribe: “Puede decirse que el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”. Un erotismo constructor y uno desconstructivo.
Debo atenerme a mi tema de hoy resistiendo a la tentación de la dispersión: ese tema es la relación entre el goce erótico y cierto “algo más” con la estética y con el arte. ¿Hay “algo más” en el arte que no se afirme como erotismo? Sí. ¡El tanatismo! Sabemos que Eros tiene un gemelo siamés llamado Tánatos; no podemos separarlos sin arriesgar la muerte de los dos. Así sucede incluso en la menos representativa de las artes, la música… ¿A qué nos llaman no solo las imágenes visuales sino también los sonidos, a qué, sino a provocar, convocar, evocar e invocar (y desbocar) mociones sensuales sea por medio de la armonía sea por la vía de las disonancias, sea con los apolíneos acordes bien temperados y también con las efusiones dionisiacas o la irritación que producen las estridencias o el estallido de lo inesperado, llevado al colmo en el tritono del diabolus in musica?
¿Dónde está más polarizado el combate entre lo apolíneo y lo dionisíaco que cuando se enfrentan motetes y bacanales? De un lado, las variaciones para dormir al insomne conde, cliente de Bach, que, no teniendo benzodiazepinas a la mano, recurría a su clavecinista Goldberg, y, del otro, a las sacudidas estocásticas provocadas por el live electronics y el heavy metal? Contraste entre el sueño, guardián del dormir, y la pesadilla que revela realidades siniestras.
El erotismo en el arte plasma la transgresión excitante del principio del placer en la búsqueda del goce. Todo límite es potencialmente gozógeno. Por eso les propongo que nos arriesguemos a viajar más allá de las tradicionales evocaciones de la belleza apaciguadora que amortigua los dolores de la existencia. El goce estalla al hurgar en los entresijos enfrentados del displacer y el confort, de la vida y la muerte, de lo masculino y lo femenino, de lo humano y lo animal, de la paz y el sobresalto, de lo propio y lo ajeno, del bien y el mal. El goce requiere de las fronteras para nacer en el momento de atravesarlas. Brota a raudales cuando el sentido se disuelve en el sinsentido. Véase el ejemplo deslumbrante de los chistes y su relación con el inconsciente. O, todavía más, de la locura y el delirio.
El chiste: ¿no es un problema para las neurociencias que pueden constatar los derrames de dopamina que se producen en el nucleus accumbens sin encontrarles el chiste? Por ejemplo en el diálogo sobre el tren : “¿Por qué, Isaac, me dices que vas a Cracovia para que yo piense que vas a Lemberg cuando yo sé bien que vas a Cracovia? ¿Por qué me mientes, Isaac?”. ¿Cuál sería la resonancia magnética capaz de figurar lo que sucede entre el que cuenta el chiste y el que lo escucha con sus potenciales resonancias antisemitas o su aprobación por esta prueba del proverbial humor judío? Pregunto: ¿dónde está el chiste de ese chiste que no sirve para nada, inútil, superfluo, imprescindible?
El llamado al despeño de las pulsiones del cual el arte es una diáfana manifestación apunta tanto hacia las de pulsiones de vida como a las de muerte; por eso insisto en hablar, no de erotología, sino de gozología, pues el goce es lo que resulta de la mezcla de las pulsiones eróticas, que tienden a la conservación de la vida y a la construcción de unidades integradas, con las pulsiones tanáticas, el instinto de muerte, aspirante sempiterno a la degradación de las cosas, de la vida, de los vínculos entre los integrantes de la cultura. No podríamos postular una erotología sin la correspondiente tanatología. Por eso acuño el término y les propongo pensar en el erotanatismo como fundamento del arte. No sobra recordar aquí el decir de Freud al final de su vida[8]: “Solo la acción eficaz conjugada y contraria de las dos pulsiones primordiales, Eros y pulsión de muerte, explica la variedad de los fenómenos vitales, nunca una sola de ellas”.
La obra de arte, por su mera existencia, por estar dirigida a alguien es, en esencia, un llamado, una se-ducción. Esa regla se confirma por sus excepciones, por la existencia de objetos inútiles que no buscan un público como la de esos artistas autistas y esos productores de «cosas» bizarras, lo que se dio en llamar art brut y que tiene en Lausana su museo, espléndido, manifestación del deseo de Jean Dubuffet. Atravesar las fronteras del mercado del arte es también gozógeno, pregustación y anticipo de una posible libertad a conquistar. Un reto al orden dogmático con sus zares, popes y maestros. Además de se-ducir, pro-vocar, dar que hablar, alimentar los equívocos mostrando la polivocidad y la complejidad de lo que entendemos por realidad. Se impugna la realidad al crear una nueva realidad, im-pre-vista.
Podría hacerse una clasificación de las obras gozológicas según el sentido al que llaman, según cuál de los cinco sentidos es el convocado por el objeto creado por el artista: artes culinarias, perfumísticas, hápticas, visuales y auditivas tienen su público y su mercado, su historia, su presente y su porvenir. También las artes propioceptivas derivadas del movimiento corporal cuyo paradigma es la danza.
Son manifestaciones del espíritu pero, por la vía de la imaginación (fantasía, en griego), claman por el cuerpo y muestran que el goce niega la separación metafísica entre cuerpo y espíritu. ¿Y el cerebro? ¡Es el órgano de la interfaz entre el cuerpo y el mundo! La silla de montar donde, a horcajadas, cabalga el sujeto.
En este coloquio de neurohumanidades me permito escoger a un interlocutor que me parece privilegiado: Eric Kandel, como todos sabemos, premio Nobel de medicina (2000) por sus investigaciones de la memoria en los moluscos. Kandel publicó hace poco tiempo un libro sobre la relación entre las neurociencias y el arte[9]. ¿Puede alguien creer que, invocando a las neurociencias y al cerebro como fundamento objetivo de sus elucubraciones, afirme que el arte abstracto es “reduccionista” porque a partir de las vanguardias del siglo XX se aíslan aspectos de la realidad visual como el color, la línea, la forma geométrica, que antes se integraban de una manera holística y que los artistas, especialmente los pintores, juntaban en el pasado esos elementos dispares en la composición de figuras semejantes a su visión de los objetos en el mundo exterior? ¿Puede suponerse que ignore el conflicto histórico milenario entre los partidarios y los contrarios a la representación, el segundo mandamiento de la ley mosaica y la lucha consiguiente entre los iconoplásticos y los iconoclastas? ¿Puede ignorar a la caligrafía en oriente y en el resto del mundo como un arte no representativo y que esa tradición es la de su propio pueblo, el de Kandel, encarnada en la oposición frontal de los hermanos Moisés y Aarón en sus errancias por el Sinaí?
Las artes pueden y muchas veces son apaciguadoras de la insatisfacción y del malestar en la cultura. Son sedantes y sedentarias; ese es el erotismo cuando sirve al principio del placer, aplacan, congregan (forman una grey), hacen rebaños de fieles correligionarios o de turistas apiñados en museos en los que se reconocen a sí mismos al reconocer las madonas o las naturalezas muertas.
Pero también apelan a otra vida mediante la mortificación y la irritación de los sentidos, llamando a actos de violencia y violación de lo establecido. Brotan como desafíos al sentido (ese es su chiste) y a las convenciones porque en esas obras se consuma la abolición de la finalidad y la utilidad, la comunicativa en especial. Son, a mi ver, obras de desconstrucción. El tanatismo aspira a denunciar y romper el espejismo de la comunicación; mostrar lo que no se ve, mirarse en el espejo en el que nada se refleja, en el que se refleja la nada. Desencontrarse con los ideales en la serie de Los desastres de la guerra o disolver la propia identidad mirando de cerca un cuadro de Rothko.
La obra de arte, con su componente tanático, es creación, invención de lo novedoso, llamado a la superación y violación de fronteras, inconformidad con la naturaleza y con la sociedad, recurso al lenguaje para forzar sus límites. Es, por esa razón misma, perversa. Inquietante. Esencialmente, no por accidente. «Vierte» de otra manera de la esperada, por otro cauce, y así subvierte a la naturaleza y a la convención. Llama, convoca, a los remanentes de la perversión polimorfa infantil que subsisten en todos y en cada una.
El artista es, en tanto que tal, independientemente de lo anecdótico de su vida o de sus fantasmas o de sus proclamadas intenciones, un escenificador de mundos alternativos. Eso se aprecia en el contenido manifiesto de ciertas obras, digamos, la literatura de Sade, la pintura de Picasso o el cine de Fassbinder o Catherine Breillat. También en contenidos latentes; por ejemplo, en lo que parece más alejado del erotismo, en la pintura de Malevich, la poesía de T. S. Eliot, el cine «lento» de Bela Tarr, ese portentoso realizador húngaro. Más aun, en la música pura, ese arte sin contenidos que susurra aquello que ensordece desde Palestrina hasta el rock’n roll. Y, claro está, la escultura de Donatello, Rodin, Giacometti, nuestro Javier Marín.
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Barthes y el placer del texto. «Ni la cultura ni su destrucción son eróticas: es la fisura entre una y otra la que se vuelve erótica». El aburrimiento colindando con el goce, el desplazamiento de las sensaciones por canales alejados de la censura y el “buen gusto”. La perversión se disfruta como «contenido latente» en las películas de un Douglas Sirk, esas que parecen ajustarse a los códigos de Hollywood en el momento de burlarlos o en la difuminación de los límites de la realidad como en el cine de David Lynch, de los hermanos Quay o del ruso Alexey German (Es difícil ser un dios).
El «naturalismo» en arte enciende el fuego de lo grotesco y su hoguera ilumina a lo «natural». La patología, presentada como «antinatural», revela el débil anclaje de la normalidad y del engaño compartido, la llamada “realidad” (Wirklichkeit) que nos pide que nos adaptemos a ella. La obra de arte, con su pregunta al espectador acerca de quién es el que la recibe y cuál es la reacción que inspira, es gozógena por ser el antónimo de lo social en medio de la «comunicación»; la obra, por lo general, aspira a ser consumida y consumada. Es un agujero en ese barco de pasajeros que es la vida regular y regulada del orden y el trabajo, de la producción y el consumo, de la administración del “tiempo libre”, del ocio, de la atención, esa mercancía tan lucrativa para los caballeros del entertainment.
¿Qué sería del arte sin la perversión y la descripción de aquello que no tendría que verse ni saberse? Los amores de Aquiles y Patroclo, las aventuras de Ulises con Circe, las sirenas o el Cíclope, las grandes tragedias impregnadas de amores ilícitos y contranaturales (la zoofilia en Creta, el matricidio en Micenas, el parricidio y el incesto en Tebas), las comedias de Plauto, los vasos griegos y la estatuaria griega u oriental, por no hablar sino de lo milenario. Siempre se advierte la fusión de los opuestos, Eros y Tánatos, a los que ningún cuerpo calloso une ni separa.
¿Qué sería del arte occidental, hoy global, sin la exploración permanente y la impugnación de los modos de la representación remando en contra de las leyes y de las instituciones? El arte de los trovadores o el de Miguel Angel y Leonardo hasta desembocar en la Ilustración y en el gran vidente que fue Sade, capaz de provocar ese aburrimiento de 600 perversiones en 120 jornadas que es «goce del texto»? ¿Qué, sin ese trabajo político y antipolítico —erótico y tanático— en los bordes de la censura de los poderes terrenales y celestiales? ¿Qué, sin el desafío órfico a los poderes del averno para recuperar a Eurídice con los acordes de una lira?
El objeto de arte es erótico porque viene a ocupar el lugar dejado por un hueco, por una falta en el sujeto. La fuente de lo artístico es el fetiche o su prototipo, el objeto transicional de Winnicott, objeto inútil como el osito de peluche, que cumple para el infante, el sujeto en ciernes, la función esencial de sustituir al objeto ausente, a la madre, de quien el cuerpo del niño fue originariamente el fetiche, el objeto @, la cosa salida del cuerpo que ella tuvo que aceptar como perdido, imposible de re-in-corporar y luego transformado en objeto del amor narcisista y la veneración fálica. La madre tiene al niño y el niño tiene su muñeco… antes de tener los objetos de los que podrá gozar, comprar y coleccionar o admirar en museos.
Cada objeto considerado artístico es un monumento al hoyo del cual uno mismo es el resultado. Eso que nos falta, ese vacío ¿podrá llenarse con líquido cefalorraquídeo?
La obra de arte es gozógénica, está ligada a la noción ensanchada de la sexualidad que todos compartimos a partir de Freud. De allí surge la idea misma de sublimación: la sexualidad decantada por la imaginación, la puesta en acto de fantasías que desencadenan en el espectador otras fantasías. Yendo de un goce al Otro. Como formas del objeto @, partes desprendidas del cuerpo, desechos inútiles, las obras de arte se definen según las dos características de estos objetos: proveen un plus de gozar y son causa del deseo. ¿Bellos? No necesariamente, según lo que se entienda por belleza. Vale la pena volver a ver los “cuadros negros” pintados por Goya en su sordera… y la luminosa “Lechera de Burdeos”, su última obra.
¿Causas de cuál deseo? Del de ver, oír, gustar, etc., de lo que en nuestros sentidos precipita respuestas de goce y que la resonancia magnética mostrará con una rica policromía oportunamente programada al modo de una cartografía de las emociones que dibujan el territorio sin entender nada de lo que sucede en él. El objeto deseado es lo que falta al ser; el goce es otra cosa: lo que viene al lugar de esa falta, sea para recordarla, y entonces es dolor, sea para ofrecerle un sustituto, y entonces es placer. Las más de las veces para combinar ambas en la vidamuerte que se duplica en el arte, tanto en el representativo cargado de imágenes como en el abstracto que pretende renunciar a ellas. En las viejas comiendo sopas y en la lechera de Burdeos. En las figuras de Giotto y Rembrandt así como en las obras “abstractas” de Malevich y Pollock.
Debería ahora volver sobre mi tesis de los tres goces sucesivos que ustedes, mis estimados, no tienen porqué conocer (N. A. Braunstein, Goce, 1990, cap. 2). En primer lugar, hay un goce del ser, de la vida desnuda, anterior y exterior a la ley, a la ley del lenguaje que procede del Otro y que incluye la prohibición del incesto madre-hijo. El goce de un ser sumergido en la cultura pero que vive en un caos de representaciones insensatas. Sobre-viene, en segundo lugar, el goce fálico, regulado y regulador, resultado de la imposición a los niños de la renuncia a la satisfacción pulsional directa que los obliga a tramitar la satisfacción de las necesidades hablando y pidiendo, transigiendo y comerciando su goce con el goce del otro. Siguiendo los caminos de la palabra se domestica al «perverso polimorfo» que es toda criatura humana. Tras esta eros-ión se abre el campo para el tercero de los goces. Puesto que para la pulsión es imposible regresar a las formas anteriores de gozar debido a la interposición de la ley, le es imposible recorrer el camino en sentido inverso silenciando a los sentidos, se vuelve imperiosa la obligación de marchar hacia adelante inventando nuevas formas de satisfacción, obligando a todos los sentidos a traducir su lenguaje de manera innovadora, yendo más allá, sublimando los accesos al goce. Exportando el goce en el mundo de los objetos transicionales, produciendo el arte que está dedicado al goce del Otro, el infaltable espectador sin el cual ningún arte lo es. Resumiendo: del puro goce de la vida y del cuerpo a un goce truncado y mellado por las transacciones con el otro de la sociedad y la cultura y de este goce restringido a una superación de las limitaciones y convenciones para crear objetos que aspiran a colmar la insatisfacción y a crear nuevas realidades que van más allá del mantenimiento de un estado homeostático y sin alicientes. Es en este punto donde vemos la necesidad de eso que comenzamos por decir que no servía para nada y que es el arte. La obra de arte, el objeto producido por la actividad del artista, bello o feo, convencional o subversivo, erótico y tanático, es esa cosa superflua sin la cual ni la vida ni el mundo serían posibles.
El resultado de la travesía de cada in-fante por la palabra hablada y escrita no es el olvido sino la nostalgia de los goces perdidos, el del propio cuerpo y el del Otro cuando uno creía ser y se veía como el falo materno, el objeto que a ella le falta. Sobrevienen intentos de recuperar ese goce a través de la invención de lo imprevisto, de lo que falta en el Otro. Se perfilan así estos goces trascendentes. el goce del Otro y Otro goce, más allá del falo. De ese manantial de goce, más allá del falo, emana la obra de arte, ese objeto tan valorado precisamente porque, insistimos, no sirve para nada.
En el irresistible ascenso del goce Otro, el tercero, más allá del fálico, se comprometen los místicos, los inundados por un goce que trasciende a los sentidos. Por lo común esa invasión del goce los acalla. A veces, más a menudo de lo que se cree o se cuenta, alcanzan a expresar un vislumbre de nuevos mundos: Artaud, van Gogh, los pintores insanos en los manicomios, los condenados a quedar sin nombre después de ser atravesados por la luz enceguecedora del desastre, los Nietzsche que no alcanzan y nunca llegan a publicar sus escrituras iluminadas.
Mucho se ha debatido respecto de la presunta debilidad de las mujeres en cuanto a la creación artística. Por la injusta distribución de los roles en la sociedad (en la cultura), sí, sin duda, pero también por una razón más fundamental que es otro nombre de eso mismo, la sumisión a la razón fálica, la negación falogocrática de un goce suplementario, el estrechamiento del campo de las satisfacciones pulsionales con la promesa fantasmática de restitución a través de la maternidad y del hijo como objeto @ prometido a su carencia. (Cf. Goce, cit., cap. 5: «La perversión, desmentida del goce»). Si hacen niños, dice la lógica de la razón masculina, aceptada muchas veces por las mujeres mismas ¿para qué querrían pintar capillas sixtinas o esculpir enormes retablos dentro de inmensas catedrales?
Se impone cuestionar un lugar común respecto del erotismo en el arte. El artista, en tanto que creador, no es perverso. Él puede serlo o no, manifestar fantasías perversas o despertarlas en el espectador. Pero su trabajo es una propuesta dirigida al otro a través de la obra, no una expresión del mencionado fantasma de «sabergozar». Es por no saber que el artista explora las fronteras del goce y se mueve en los campos minados del amor y la muerte. A través del objeto artístico ella, la obra, habla y formula una pregunta al espectador en una insólita prosopopeya: “¿Quién eres tú que así me miras, me lees, me hueles, etc.? ¿Qué debería mostrar para que te permitas atravesar las barreras de la belleza, del placer, del desagrado, del asco, del pudor y del dolor? De los sen-ti-mientos. Mi deseo es el de escuchar tu respuesta”. En oportunidades el artista ordena después de ver un mutilado torso de Apolo: “Debes cambiar tu vida” (Rilke). El arte se cumple en la obediencia al mandato, puede que también en su desobediencia.
El artista opera seduciendo con el desafío, llamando hacia sí, mostrando ese aspecto insólito de las cosas que puede residir, como en el mingitorio de Duchamp, en el hecho de estar instalado en la sala de un museo y no en sus sanitarios con una provocación acentuada por el título anglofrancés “Source”.
Hay un erotanatismo de lo apaciguante, de lo excitante y hasta un erotanatismo de lo repugnante, de lo macabro, de la crueldad, de lo incomprensible como el Finnegans Wake, de lo rebuscado como la poesía de Góngora o de Ezra Pound o como el cine de Godard o de Sokúrov. También el más comprensible erotismo de la simpatía, del humor, de la comedia, de la exhibición amena y amable de las debilidades humanas, del reconocimiento imaginario en el atravesamiento de la barrera interpuesta por el espejo entre el yo y el yo del semejante.
¿Qué es lo representable y qué lo obsceno? Depende de los códigos y éstos son históricos. Es sabido que la censura y la represión son incitantes y que una pantorrilla a comienzos del siglo XX era más directamente erótica y seductora que un desnudo pornográfico a comienzos del nuestro. ¿Ha disminuido la represión? ¡No! Cuando todo está permitido es que verdaderamente todo está prohibido. La eliminación de los carteles que dicen no trespassing hace monótonos a los recorridos.
¿Significa ese levantamiento de los tabúes y esa impulsión a gozar de cualquier manera que ya se ha vuelto caduca la función del arte para hacer que el público vislumbre lo erótanático? No; tampoco. El creador se ve obligado a forjar nuevas formas artísticas, nuevos modos de representación aunque —Lacan no dejaba de lamentarse por ello— el psicoanálisis no ha permitido aun la invención de ninguna nueva perversión «un poco menos pendeja (conne) y estereotipada que las precedentes» (1960). Pero subsiste la posibilidad de moverse en los límites, como se muestra en muchas joyas del cine y de la literatura actuales que estimo y prefiero por ahora no mencionar para evitar el name-dropping.
Muchas veces se ha condenado al puritanismo pero es solo gracias al puritanismo que la provocación es posible. Unas gracias que no nos hacen gracia alguna. El pudor y el impudor se engendran y fecundan recíprocamente. El goce surge por las fricciones del roce y el choque entre ambos. El capitalismo y la ética protestante encuentran su complemento y su culminación erotanática, no su enemigo, en los libros del divino marqués y en las cuatro novelas de Georges Bataille. Hay un goce originario que se pierde al entrar en el mundo del lenguaje y de las convenciones. Para recuperarlo no hay caminos regresivos: hay que engendrar nuevos goces. Se requiere de osadía en la forma y en el contenido. Es la función más destacada del arte, su razón de ser. Distorsionando el pasado para perfeccionar el futuro. Como el ángel de Klee, el ángel terrible de Rilke y los ángeles ausentes de Javier Marín.
El enfrentamiento de la llamada perversión con la ley es inevitable: se censura al desnudo infantil y se persigue a los fotógrafos y cineastas que violan el tabú. Se instaura una búsqueda paranoica de pedófilos y la sospecha recae hoy sobre todos los maestros y sacerdotes que están en contacto con los pequeños inocentes. Los vecinos son invitados a denunciar y proliferan las agencias de asistencia a las víctimas del abuso. Ese puritanismo, basado en auténticas y macabras true stories, es el otro lado de la parte oscura de nosotros mismos. El polimorfo perverso de Freud sobrevive en cada uno pero se pretende acallarlo con el mito del niño candoroso sometido a la maléfica perversión del adulto. Se insiste en que los niños deben seguir siendo los ángeles falsos, impostados, acechados por adultos malévolos.
El asco: Freud habló de él a fines del siglo XIX y Lacan lo retomó con el objeto @. ¿Una experiencia contraria al erotismo, una barrera contra él? Resistimos por ahora a la tentación de abordar el tema. Otra vez será. Pero un discurso sobre el erotismo no puede dejar de lado la escatología y el tabú del contacto. ¡Puaj! Las funciones digestivas son las que mejor se prestan para representarlo. Hasta la náusea.
¿Cómo no tener en cuenta a lo que fue parte del cuerpo viviente y se apartó de él, a la placenta, al cadáver, a los excrementos, a lo que recuerda las más íntimas viscosidades? La garganta de Irma, los goceros condenados en los infiernos del Bosco, la mutilación que suscita el espanto y la piedad (Aristóteles). Una obra del Caravaggio nos permite descubrir que todo cuadro es una cabeza de medusa. Cada pintor es un Perseo. La atracción se genera con lo horrible, espantoso, unheimliche que muchas veces se oculta en la monótona belleza de las olas, en el tranquilo rumiar de las vacas holandesas. Hay que cuidarse de mirar porque viene el arenero a extirpar el ojo, ese órgano pecador.
En los libertinos destaca el gusto por la provocación y por la profanación, formas de arrodillarse ante lo sagrado pretendiendo rebelarse. También destaca el goce de la blasfemia: Dios ha muerto y me cago en Dios: fetidez y putrefacción cadavérica. Para Lacan el arte es intrínsecamente bello y obsceno, beaubsceno. El arte es, en sus momentos culminantes, la exhibición de lo que debe permanecer oculto. Lo siniestro es un anzuelo para enganchar el deseo insinuando la presencia de lo descompuesto con los atavíos de la belleza.
El perverso accede al goce convirtiéndose en el objeto para el fantasma del otro que es su partenaire, el neurótico. Revela la angustia fundamental que se esconde detrás de ese fantasma. El deseo se expresa mediante un fantasma degenerado. Va más allá del placer en su búsqueda de lo prohibido. El arte y lo obsceno coinciden en su objetivo de hacer gozar al espectador. La perversión es consustancial con el lenguaje. El lenguaje (sustitución, siempre metáfora) es en sí perversión con respecto al instinto. Es por el lenguaje que se pasa del sexo, función vital, al erotismo. Al cruzar el lindero irrumpen los goces: los evocados por el artista en el espectador.
Baudelaire, Fusées III: «La voluptuosidad única y suprema del amor consiste en la certidumbre de hacer el mal. — Y el hombre y la mujer saben desde su nacimiento que toda voluptuosidad se encuentra en el mal». Los códigos que prescriben el bien, enseñados también desde el nacimiento, son un aguijón para la explosión del deseo. ¿Habrá que lamentar la eliminación de la censura sobre el erotismo por la intercesión de las tecnologías de la información?
Los paraísos son siempre artificiales, producciones de la inteligencia, efectos de la prohibición (Bataille). La transgresión no es un retorno a la naturaleza, a lo animal. Es lo humano por excelencia: un levantamiento de la prohibición que acaba por confirmarla… para que siga siendo gozógena.
San Pablo. Rom. VII, 7-8. “En la carne no mora el bien; el mal está en mí”. El santo puede superar esa limitación y transitar el camino de la salvación; para el artista (¿evocador de la perversión y de lo abominable?) es la ocasión de una perdición deliciosa. La autoridad del Otro, la potencia de la Ley, es la fuente de la que mana el goce del sujeto. Si no fuese por la Ley ni San Pablo ni nosotros habríamos conocido el pecado. Dada nuestra definición de inicio, es en las fronteras de la transgresión o más allá de ella que nace la obra de arte.
Cicerón observa, agudo: nunca en los epitafios se destaca la capacidad amatoria y gozante. Montaigne lo ratifica: se habla con facilidad de todas las acciones criminales pero hay vergüenza para referirse al erotismo. Desde La Ilíada en adelante la literatura bélica no inquieta a nadie y nunca se censuró a la épica. La escena lasciva, en cambio, se actúa después de cerrar la puerta (hasta hace no mucho). El fantasma de la escena primaria se alimenta por el ojo de la cerradura por donde se puede hacer pasar la cámara cinematográfica y se entrega luego al deleite del voyerista, del peeping tom.
El cachondeo no deja detrás de él nada «constructivo». Su único saldo es el deseo de reincidir. El sexo es saludable, higiénico; nunca nadie probó que fuese dañino o que haya enfermedades por excesos en el coger. Las continuas advertencias y las incesantes amenazas se expresan en la ideología de los patriarcales adversarios de la masturbación y de las prácticas irregulares o libertinas.
Don Juan y Casanova asumen con lucidez la ligazón entre muerte y sexualidad. Es la ligazón sensual del cuerpo con el entendimiento. No hay oposición sino solidaridad y alimentación recíproca entre la carne y el espíritu. Cabe desautorizar, sí, a la contabilidad como medida del goce: ni Edison ni Steve Jobs podrían jamás patentar un gozómetro. Tampoco servirán para el caso los dosajes de dopamina en las sinapsis de las calladas neuronas que no gozan al cumplir con sus mecánicas funciones.
Hay una extensa literatura y una afirmación, sostenida por los millones de seres que han hecho la experiencia, mostrando que en los “estados alterados de la conciencia” inducidos por sustancias alucinógenas o psicodislépticas se presentan imágenes, sonidos, combinaciones de palabras, que constituyen auténticas obras de arte efímeras e irrepetibles que se graban en la memoria y se pueden compartir después de la misma manera en que el soñante puede relatar su experiencia onírica. Todo tipo de razones abona ese contacto posible y manejable de la relación de un sujeto con lo real y también que, pasado el periodo de la inducción química e incluso durante él, se pueden producir obras que reflejen esas experiencias y produzcan el efecto de cuestionamiento de su espectador.
¿Quién daría la medida de los goces de la privación, de la negación, de la histeria, de la frigidez? La inteligencia dice ¡presente! en la obscenidad pero no en la pornografía. Erotismo es el nombre de la conjunción de Apolo y Dionisio en la sexualidad. ¿Pero, qué con Tanatos?
Para Octavio Paz el erotismo es poesía; la sexualidad es prosa. Ambas son formas del lenguaje. El erotismo es leído como una poética del cuerpo. La poesía como una erótica verbal. Oposición complementaria. El lenguaje da nombre a lo más fugitivo y evanescente que es la sensación. La palabra fija y guarda lo que pasó por los sentidos. El erotismo no es «acción genital»; es ceremonia, representación. Para Paz es sexualidad transfigurada; metáfora. El agente que mueve al acto erótico y al acto poético es el mismo: la imaginación. Pero, ya lo advertía Freud, hay que cuidarse de quienes, ensalzando los placeres de la poesía, rechazan el goce sexual ligado a la realidad del inconsciente, ese goce que se da entre uno y otro de los cómplices: la obra de arte (con su artífice) y el espectador.
El sexo se transfigura en ceremonia y rito (como sucede en la danza). El lenguaje en ritmo y metáfora. La poesía erotiza al mundo y al lenguaje sin desexualizarlo por ser en sí misma una danza de versátiles palabras que copulan desvergonzadamente unas con otras. Veamos: ¿Es en la mesa de disección o en el renglón de la página donde se juntan el paraguas y la máquina de coser, esas metáforas de los órganos a los que aluden?
El erotismo se apoya en la prosaica sexualidad y la sustituye por otra realidad: es metamorfosis y metempsicosis. Inventa algo nuevo en su lugar. Muestra y disfraza. Disfraza mostrando. Es el intercourse de la realidad y el lenguaje por medio de la fantasía, contrabandista del goce. No una intervención pura del lenguaje tal como se presenta en el contrato de prostitución sino la apertura a otro mundo: más allá de la superficie del espejo, del basto lienzo, de la frágil arcilla moldeada por el alfarero y de las pantallas con las que usualmente se choca.
Es la desligazón subrepticia de la pulsión autónoma assez phale, acéphale y el instinto que yace en el otro extremo, ligado a la reproducción. Pero eso no basta, como lo demuestra el contrato de prostitución mismo, donde la función reproductiva no juega un papel y donde normalmente tampoco el erotismo está incluido. Contrato firmado por la necesidad, no de sumar algo sino de liberarse, de cumplir una función excretoria, justificada por objetivos higiénicos. En el erotismo hay también, de otra manera, liberación de tendencias agresivas. Y sublimación de la pulsión tanática, la destructiva.
Por la gracia del fantasma y de la Ley se pasa de la sexualidad al erotismo y a éste se lo infiltra con la pulsión de muerte. Se inventan así posiciones y formas de encarar el cuerpo del otro, de vulnerarlo y humillarlo. En ese otro se pretende que brote la angustia, se le amenaza con peligros y se le recomiendan acciones de profilaxis. Dice Paz que el sexo es siempre el mismo y dice lo mismo. Si dice lo mismo puede reducirse a una sola palabra: castración. Pero el poeta se resiste a dejarse enseñar por el psicoanalista, contrariamente a lo que habitualmente se dice. El sexo no es nunca igual a sí mismo; se recrea cada vez que falla. En eso consiste la pulsión con su carga de erotanatismo.
¿Pero quién es el partenaire (del amor, del erotismo, del sexo) en el ser que habla? La perversión erotiza al sexo. Los ejemplos más radicales son la zoofilia, grata a nuestro Francisco Toledo, y el fetichismo, esos ejercicios en que se prescinde del otro como hablente. El fantasma se escenifica en tales casos con prescindencia del diálogo y del contrato. No por eso zoofilia y fetichismo son menos humanos. Bien lo sabe el Minotauro que habita en cada uno de nosotros.
El asceta sexual y el libertino son figuras emblemáticas y complementarias. En nuestro tiempo asistimos a un atravesamiento salvaje del fantasma y un llamado al libertinaje. No quedando nada por transgredir, el sexo se ve amenazado por la intrascendencia y la banalidad. Asistimos a una pérdida de la función ritual y de la ceremonia en favor de la contabilidad, esa tarea de Leporello(s).
Se pasa del imperio siempre burlado de la castidad y de la regulación, incluso monetaria, a la intrascendencia de encuentros que no dejan huellas en la memoria. Catherine Millet es el paradigma de la desvergüenza transformada en best-seller.
La vergüenza ¾no la culpa¾ es la salvaguarda del erotismo; es una llamada a la imaginación. La eliminación de los siete velos banaliza el cuerpo de Salomé. Lo carnifica (léase lo que «carnificar» quiere decir).
Presenciamos también la eliminación del juez y de la función del otro: la confidencialidad ha sido suplantada por la difusión en face-book. ¿Es más «real» la sexualidad cuando los padres son llamados a cerrar el pico y cuando se acallan las ideas de honor, vergüenza, etc. que fundaban las inhibiciones, los síntomas y la angustia?
¿Celebrar o festejar? Sin duda las dos cosas: lo ganado y lo perdido, el descorrimiento del neurotizante velo de misterio, la revelación de la vulgaridad de lo que se escondía.
Los niños de doce años han visto ya pornografía hasta aburrirse. Muchas veces acceden al conocimiento de la sexualidad automáticamente, cliqueando en el botón «favoritos» de las computadoras de sus padres. Otras veces asistimos al intento del amo (esos mismos padres) para impedir la contemplación pornográfica «de» los niños. El resultado está escrito por adelantado: es la ampliación del mercado.
El erotismo es una combinatoria de tabúes que permite infinitas permutaciones: disociación entre la madre y la prostituta, tabú de la virginidad, ambigüedad de los dos sexos y sus modalidades de encuentro, entrelazamientos calculados de las zonas erógenas y de los estados de estimulación y de saturación en lo psíquico. Juego con la fantasía del otro sexo, el que no se tiene. Entrada en función de los fetiches más variados y de los objetos transicionales que representan a la madre sin serla.
Hay una historia de los fenómenos del erotismo que se van transformando junto con las sociedades. El amor cortés y la idealización a partir de la prohibición son hoy anacrónicos pero fueron el dernier cri en su momento. Los seres sexuados reciben la consigna generalizada de amar según los usos de la época. En otros casos, cada vez menos frecuentes, se buscan los paraísos perdidos de una sexualidad desenfrenada en el norte de África, la India, el Oriente. El exotismo y el turismo sexual están hoy restringidos por la globalización y el internet. También por el «derecho internacional».
Es decisiva la modificación de la ideología sobre la mujer. Ella, tradicionalmente, era el objeto pero no el sujeto de su sexualidad. El goce en el siglo XX y hasta la llegada de la enseñanza de Lacan es casi exclusivamente el fálico (místicas aparte) y si ella goza es en la medida en que se carga de atributos fálicos. La perversión es esencialmente masculina. Las diferentes culturas tienden a cuestionar la idea de un goce distinto, femenino. La hembra, desde Eurípides y la patrística, es la pradera o la jungla donde los machos juegan y se reproducen. El modelo de la actividad-pasividad, tan difundido, es un estereotipo machista. Nadie lamenta que pase al archivo de las supersticiones.
La infidelidad recíproca y consentida es un modo de apaciguar y relativizar la fuerza del amor en un pacto de complicidad. Swingers, etc. El amor es riguroso: es una variedad del ascetismo. Una apuesta sobre la libertad… del otro (O. Paz). «El amor único, aunque pocas veces se realice íntegramente, es la condición del amor»… qui jamais a connu de loi.
En la biografía de Pablo Picasso escrita por Antonina Vallentin (1957) podemos leer unas frases del pintor que se han hecho célebres: “El arte no es nunca casto. Debería estar prohibido a los inocentes y nunca debería ponérsele en contacto con aquellos que no están lo bastante preparados. Sí; el arte es peligroso. O, si es casto, no es arte.”
Pensar en el sexo es erotismo, erotización del pensamiento, goce. Allí convergen los ejes del ascetismo y de la voluptuosidad. La historia del erotismo, del erotanatismo, no es la historia de la sexualidad. Es lo que se escribe al margen de ésta. El erotanatismo es inaccesible al método y a la actitud científica. Es consustancial con los intentos de regularlo, de codificarlo. En mi visión del mundo contemporáneo he planteado, en la línea de la reflexión de Heidegger y Lacan, que hay dos esferas opuestas e inconciliables: el cálculo (que se puede incorporar a las computadoras) y el pensamiento (rebelde a la cibernética). En realidad, es un trípode pues hay que agregar el tercer término que es inalcanzable por ellos dos: la voluptuosidad, el goce, la poesía. El erotanatismo.
Final de la conferencia de Néstor A. Braunstein
Notas al pie
[1] En 1997, Jean Allouch, creyó legítimo articularlo así : « El psicoanálisis es una erotología ». La psychanalyse: une érotologie de passage. París, EPEL, 1998. Puede que “erotología” sea un término de pasaje.
[2] Cabe pensar que sería adecuada la palabra erotología, presente en la lengua francesa desde 1882, para referirse al « estudio del amor físico y de las obras eróticas ». Erotología es un término que Freud nunca usó y Lacan sí, pues recurrió a ella en dos seminarios, el de “La angustia” en 1962 y 1963 y el dedicado a “El saber del psicoanalista” en 1971. Prefiero recurrir al neologismo “gozología” por lo que a continuación expondré.
[3] N. Braunstein, El goce. Un concepto lacaniano. México, Siglo XXI, 2006.
[4] https://www.theguardian.com/artanddesign/2018/feb/23/neanderthals-cave-art-spain-astounding-discovery-humbles-every-human
[5] Freud, S. [1921] Psicología de masas y análisis del Yo. O. C. Vol. XVIII. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p. 87.
[6] Bataille, G. L’érotisme. París, Minuit, 1957. Traducción al español (M. L. Bastos, Buenos Aires, Sur, 1960.
[7] Bataille fue el primer marido de Syvia Mékles. Después de la separación entre ambos, Lacan se unió a esta mujer con quien tuvo una hija, llamada primero Judith Bataille, después del divorcio de Bataille y casamiento con Lacan, Judith Lacan y, después de casarse ella, a su vez, con Jacques Alain Miller, Judith Miller. (París, 1941-2017)
[8] Freud, S. [1937] “Construcciones en el análisis”. O. C. Vol. XXIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1980, p. 244
[9] E. Kandel: Reductionism in Art and Brain Science. Coulmbia U.P., 2016
[10] E. Kandel: Reductionism in Art and Brain Science. Coulmbia U.P., 2016