Después de la discusión en la Universidad de La Sorbona, París VII, de la meritoria tesis de doctorado de Miguel Sierra Rubio a finales de 2016 y de la presentación de mis ideas sobre la «psicopatología psicoanalítica» en la reunión organizada por Analyse Freudienne, también en París, pude exponer detalladamente mis propuestas en castellano en una conferencia a la que fui invitado por la institución UMBRAL – RED DE ASISTENCIA «PSI» en el Pati Limona de Barcelona el 4 de febrero de 2017. A continuación el texto de esa exposición. (lamento no tener una versión desgrabada de la interesante discusión que después tuvo lugar con mis colegas de Cataluña)
El 2 de noviembre de 2018 publiqué esta entrada con el texto de la conferencia y sucedió algo inesperado que me colmó de alegría. El amigo y colega Alfonso Herrera Díaz la leyó con inusitada minuciosidad y me hizo llegar por correo una serie de observaciones, muchas de ellas críticas, que me obligaba a hacer precisiones y agregados al texto. Con absoluto agradecimiento me complazco en hacer conocer sus objeciones y sus acotaciones así como mis comentarios a las mismas que el lector hallará al final de esta larga entrada dividida en tres partes: a) la conferencia de febrero de 2017, b) una exposición de posturas adoptadas por Jacques-Alain Miller en 2008 que entran en contradicción con formulaciones previas del mismo autor y c) las ya nombradas e inapreciables aportaciones de Alfonso Herrera a mi discurso de 2017.
4 de febrero de 2017 – Umbral – Pati Limona, 10 h 30
¿PORQUÉ NO?
Presentación:
En los círculos lacanianos se ha impuesto la doxa de una cierta “teoría de las estructuras clínicas” artificial y artificiosamente atribuida a Freud. Ni él ni Lacan usaron nunca el sintagma “estructuras clínicas” aunque sí lo hicieron Lebovici (el primero), Bouvet, Nacht, Laplanche y Green. Entre los lacanianos su primera aparición debe atribuirse a J.-A. Miller en 1981, año, como sabemos, de la muerte de Lacan. Fue en una conferencia en Bruselas y su extensión se hizo, diríamos hoy, viral. Esa “teoría” es una tripartición de diagnósticos de los casos que llegan al psicoanalista en entidades fijas e inmutables que son la neurosis, la perversión y la psicosis, a cada una de las cuales se atribuye un mecanismo específico.
De lo que Lacan sí habló es de una estructura diferente para cada uno de los diagnósticos propuestos por la psiquiatría y su “psicopatología”, palabra por la cual tanto Freud como él se expresaron siempre con manifiesta antipatía. La enseñanza de Lacan está basada en la idea de “posiciones subjetivas” o “del sujeto y del analista” que son variables en cada momento de la relación transferencial. La idea de “posiciones subjetivas” y su variabilidad en el curso del análisis no deja de tener parentesco con las “posiciones” tan conocidas de Melanie Klein.
En Freud sí encontramos (en 1924: «La pérdida de la realidad en las neurosis y las psicosis») una tripartición, una que no hace ningún lugar a “la perversión” sino a otra condición, la más “normal”, que no corresponde ni a la neurosis ni a la psicosis. Alejándonos del vocabulario de la medicina que es el suelo natal del psicoanálisis propondré una concepción de raigambre ética acerca de las “posiciones subjetivas” que nos es dable apreciar en nuestra práctica clínica. Para esas tres posiciones usaré los términos de ortonoia, metanoia y paranoia. Ello implica denunciar el “orden médico” y su infiltración política en el psicoanálisis tal como lo hizo Jean Clavreul en 1978 en un libro así titulado y publicado en la colección de Le Seuil que dirigía Jacques Lacan.
Palabras-clave: estructura clínica, posición subjetiva, neurosis, perversión, psicosis, psicopatología, medicalización, psiquiatría, Freud, Lacan, Klein.
Texto de la conferencia:
Empezaré a desarrollar mi tema en esta mañana de manera tradicional, con una cita de Freud, fundamental pero tal vez no muy recordada, que servirá para introducir mi título: ¿Porqué no?. Tengo impreso aquí el texto en alemán para los minuciosos pero solo podré leeros la traducción que aparece en el volumen XIX de las Obras Completas editadas en Buenos Aires por Amorrortu.
[1] Die Neurose verleugnet die Realität nicht, sie will nur nichts von ihr wissen, die Psychose verleugnet und such sie zu ersetzen. Normal und “gesund” heissen wir ein Verhalten, welches bestimmte Zügen beider Reaktionen vereignigt, die Realität so wenig verleugnet wie die Neurose, sich aber dann wie die Psychose um ihre Abänderung besucht. (subrayados míos en relación con la Verleugnung)
Escribió Freud en el artículo sobre “La pérdida de la realidad en las neurosis y las psicosis” (1924):
“La neurosis no desmiente la realidad, se limita a no querer saber nada de ella; la psicosis la desmiente y procura sustituirla. Llamamos normal o “sana” a una conducta que aúna determinados rasgos de ambas reacciones: que, como la neurosis, no desmiente la realidad, pero, como la psicosis, se empeña en modificarla”. Y termina de manera contundente: “Esta conducta adecuada a fines, normal, lleva naturalmente a efectuar un trabajo que opera sobre el mundo exterior, y no se conforma, como la psicosis, con producir alteraciones internas; ya no es autoplástica, sino aloplástica”.
De modo que para Freud hay tres modalidades clínicas: la neurosis y la psicosis, definidas ambas por su relación de reconocimiento o desconocimiento de la realidad, y una tercera, a la que llamamos normal o “sana” (entre comillas) que acepta la realidad pero se afana por modificarla, una posición del sujeto ante el mundo que se denomina aloplástica. La tercera indica un objetivo que es ético: cambiar la realidad, cambiar el entorno. Es por esa senda que vengo hoy a preguntar: ¿Porqué no?
De inmediato, este tripié evoca en ustedes la más que famosa “teoría de las estructuras clínicas”. En ella se sostiene que esas “estructuras” son tres y no más que tres: la neurosis, la psicosis y la perversión. Más aun, que el origen de esa trifurcación ofrecida a los seres humanos, al parlêtre lacaniano, debe buscarse en Freud que sería quien postuló la existencia de ese triciclo. ¿Estuvo alguna vez semejante idea cerca de la conceptualización freudiana? Me gustaría verlo, leerlo, que me mostréis un indicio, una huella, de esa clasificación. ¿O será que, en esa supuesta teoría se está calificando como perversa, aunque Freud la llame sana y normal a la posición subjetiva de quien se empeña en modificar la realidad? Mi intento será, hoy, el de llevar hasta el final, hasta sus últimas consecuencias la propuesta formulada por Freud en 1924, en la plena madurez de su pensamiento clínico. Os contaré algunos antecedentes que me conciernen.
En septiembre del año pasado fui honrado con la invitación a participar en la condición de jurado para la concesión del título de Doctor en Investigación en Psicopatología y Psicoanálisis de la Universidad de La Sorbona, París VII, Diderot, a un joven y relevante psicoanalista mexicano que presentó una tesis cuyo título era: Las contribuciones de Freud y de Lacan a la teoría de las estructuras clínicas. El subtítulo: De los fundamentos genealógicos a los debates en psicopatología. La tesis en cuestión había sido dirigida por un eminente colega, el profesor François Sauvagnat, que presidió el jurado en el que participé junto a buenos amigos, psicoanalistas con mucha obra y experiencia, tales como Paul-Laurent Assoun, Jean-Claude Maleval. Houari Maïdi y Sidi Askofaré.
La tesis del ahora doctor Miguel Sierra Rubio consistía en un estudio importante, claramente expuesto y notablemente documentado en torno a ese título y subtítulo, un libro de 575 páginas con casi mil referencias bibliográficas ceñidas a la cuestión de esta “teoría de las estructuras clínicas”. Os lo muestro.
Expresé en la ocasión, junto a mis felicitaciones por el trabajo realizado, una serie de objeciones que surgieron en mí a partir de una lectura detallada del texto. Esa lectura me permitió avanzar en mi propio camino para profundizar en un tema de larga cocción en mi trayectoria, un tema que estimo esencial para la práctica y para la teoría del psicoanálisis; en ese orden, la práctica y la teoría. La discusión de la tesis fue viva pues la cuestión nos parecía central a los miembros del jurado y duró unas cuantas horas. Mi intervención debió ser extensa, pese a empeñarme en reducirla a lo esencial y ahora intentaré resumirla ante vosotros en esta honrosa invitación, una invitación que me colma de gratitud, para iniciar las actividades académicas de UMBRAL en el año 2017, a las que puedo augurar un éxito rotundo por la voluntad y por el empeño aloplástico de sus promotoras y de la institución, Umbral.
En La Sorbona comencé por señalar la homofonía que liga a lo que debíamos juzgar, una thèse, con el acrónimo de las tres palabras clave en la “Teoría de las estructuras clínicas” (TSC, en francés). Aquí, ante ustedes, me referiré también a la T.S.C. para abreviar. Esa TSC que, en su versión universalmente conocida por todos nosotros distingue tres llamadas “estructuras clínicas”, la neurosis, la perversión y la psicosis, cada una con un mecanismo específico que serían respectivamente, ya lo saben, pues es un tópico, la represión (Verdrängung), la desmentida (Verleugnung) y la forclusión (Verwerfung).
Se da por sentado y resentado a fuerza de repetición, que esta tripartición tiene un origen freudiano y que fue después elaborada por Lacan a lo largo de su enseñanza llegando a constituir prácticamente un shiboleth para orientarse en la clínica. La enseñanza de esta TSC es algo que parece obvio y debo confesar que yo mismo la he recibido y la he repetido durante décadas enteras. Me arrepiento: mea culpa. Debo confesar también que he creído y difundido la idea de una “psicopatología psicoanalítica”, sintagma que me parecía de palmaria evidencia (seguramente por mi formación como médico y psiquiatra) y que resulta fácil de aprender y de transmitir para orientarse en la clínica ante cada paciente. Debo agregar también, mejor dicho, aclarar, que desde hace más de tres años vengo cuestionando este tópico rumiado por los lacanianos, esta “vulgata” de una enseñanza nunca criticada a fondo aunque ha recibido unas pocas objeciones de peso por parte de autores meritorios (Allouch, Porge, etc.). Ellos metieron palitos en las ruedas de la empresa de expansión del lacanismo emprendida a expensas del rigor conceptual que guió siempre a las obras y a la práctica de Freud y de Lacan. Ya en 2014 presenté en la asociación Après-coup de Nueva York que orienta mi amiga Paola Mieli un trabajo enmarcado por una oposición “Posiciones subjetivas vs. estructuras clínicas”. El texto fue recibido con interés y me impulsó a ahondar en el tema, cosa que se reforzó con la invitación el año pasado para participar en ese jurado de tesis en la Sorbona. Hoy me propongo cristalizar ante vosotros mi posición.
Creo, para empezar por la conclusión, que debemos replantear, en nuestros propios términos y no en los de la medicina, los fundamentos de nuestra idea de la clínica psicoanalítica. Y si mantenemos la palabra “clínica” es porque remite a klynos, cama en griego, y nuestro mueble psicoanalítico es el diván, una suerte de sillón para la escucha de los devaneos o divaneos que es distinto del klynos , esa cama del enfermo donde el médico se acomoda para la visión de su enfermo. Es esencial que distingamos, para empezar, algo que no siempre tenemos claro: si bien Freud y Lacan proceden, por su historia personal, de la medicina y la psiquiatría, ellos llegaron a ser Freud y Lacan cuando se alejaron de ese origen, digamos, de ese pecado original, que persiste de todos modos en el vocabulario que es nuestro thesaurus. Nuestras palabras no hablan: dicen lo que somos. Ellas nos hacen en su retroactividad.
Es necesario ejercer una suerte de vigilancia filosófica sobre nuestro propio diccionario pues este conlleva presuposiciones epistemológicas que traicionan nuestra esencia y vocación. Empezaré por un sintagma consagrado, psicopatología psicoanalítica. Utilizándolo sentimos que estamos en el corazón de nuestra disciplina y que seguimos la enseñanza de los fundadores, Freud y Lacan. Pero pongamos atención. Fue para mí una sorpresa el enterarme, por la tesis del mismo Miguel Sierra Rubio, quien recurre a él constantemente, que ese sintagma “brilla por su ausencia” en todos los vocabularios del psicoanálisis que andan por ahí. Pondré como ejemplo la excepción: en el Diccionario del psicoanálisis de Roudinesco y Plon sí aparece, en una entrada de cuatro líneas en la que se dice :
Psicopatología: “Este término fue utilizado por la medicina, la psicología, la psiquiatría y el psicoanálisis a fines del siglo XIX para designar los sufrimientos del alma y más específicamente los trastornos del psiquismo humano, a partir de una distinción y de un deslizamiento semántico entre lo normal y lo patológico, variable según las épocas”.
Así comienza y así termina el artículo. Más aun, “psicopatología” no figura en el volumen XXIV de las Obras completas de Sigmund Freud que aporta el índice temático de todos los términos significativos del léxico freudiano y tampoco aparece en la enseñanza oral o escrita de Lacan. Digamos más aun: para Freud la “psicopatología” era el tema de Breuer y una de las razones que lo llevó a separarse de él. No hay tal cosa como una “psicopatología psicoanalítica”. Ese es un invento de ciertas universidades para dar títulos de algo.
La palabra “psicopatología” aparece casi como un hápax en el seminario I de Lacan; allí es presentada como un sinónimo de “psicología mórbida” para designar “el suelo sobre el cual se produjo el descubrimiento freudiano” (30 de junio de 1954). El suelo, no la planta. Cuando se empieza a hablar de psicopatología, como en ese doctorado en el que se produjo esta tesis o como en el difundido (y por algunas razones meritorio) libro de Alvarez, Esteban y Sauvagnat incautamente titulado Fundamentos de psicopatología psicoanalítica (2004), la expresión lleva a otras palabras y sintagmas relacionados con ella: enfermedad, enfermedad mental, entidades y agentes mórbidos, síndromes, etiología, patogenia, nosografía, nosografía freudiana y lacaniana, nosología, nosotaxia psicoanalítica, trastornos mentales (como si fuese un DSM o una parte de la CIE), “estructuras nosológicas freudianas”, etc. que pululan en esa obra.
Cabe aquí recordar la oposición constante de Lacan a cualquier proyecto de infiltración del discurso médico en la formación de los analistas. Esa fue la causa de su ruptura con la SPP y, después, con la IPA.
En alemán se dice Psychopathologie y psychopathologische. Recordemos que la primera publicación psicoanalítica, en 1909, fue el Anuario para la investigación psicoanalítica y psicopatológica, un nombre que desagradaba a Freud (carta 30 F a Jung del 6 de junio de 1907) y que acabó aceptando por razones políticas, con resignación, como un precio a pagar para conservar la adhesión de los psiquiatras suizos y arios. Él prefería la designación más descarada (effrontée, brazingly), dice, de psychoanalytische con omisión de la palabra psychopathologische.
Do you already feel up to a serious struggle for the recognition of our new ideas? If so, the first thing to do would be to start a journal: “for psychopathology and psychoanalysis” you might call it, or more brazenly, just “for psychoanalysis.” (Letters, p. 69)
Incluso el simple sustantivo “patología” y el correspondiente adjetivo “patológico” son muy raros en el vocabulario freudiano. Cuando aparecen es para señalar la diferencia con sus contrarios: “la normalidad” y “lo normal”. Esa es la razón del título del libro de 1901 sobre la vida cotidiana y la emergencia en ella de fenómenos anormales, “psicopatológicos”. Si algo queda claro en la lectura de los libros y de la correspondencia de Sigmund Freud con relación a la “psicopatología” es su clara “antipatía” por la susodicha palabra. La razón de esa antipatía parece evidente: es uno de esos términos que remiten al discurso médico. Esta insistencia que se nota tanto en ciertos ambientes y en ciertas cátedras sobre la “psicopatología”, me pregunto y así lo pregunté hace pocos meses en París, arriesgándome a sonar insolente: ¿no ocultará un proyecto solapado de hacer del psicoanálisis una rama subsidiaria, ancilar, de la medicina y así negociar su presencia en la universidad que es cada vez más reticente a incluir al psicoanálisis? ¿No son maniobras retóricas que tienden a repudiar nuestra sustancia, aquello que se vincula con el saber inconsciente?
Hay mucho que los partidarios de esta TSC pretenden desconocer cuando se refieren a lo que Lacan habría dicho acerca de esa nunca enunciada “psicopatología psicoanalítica”. Cuando uno lee la bibliografía de los ensayos dedicados al tema (como el de la tesis que me tocó juzgar) encuentra una densa vía láctea de referencias a Freud y Lacan en lo que parece ser una revisión exhaustiva de las publicaciones sobre esta “teoría”. Mas, inspeccionándola con cuidado, se puede distinguir, dentro de esa vía láctea, una verdadera constelación de agujeros negros. Ellos indican un silencio que es constante: una omisión que me parece flagrante y deliberada de referencias esenciales, las de textos y autores que podrían trastornar a la supuesta TSC y denunciar su complicidad con el discurso médico. De eso no se habla. Voy a enfocar mi telescopio para seguir el hilo rojo que hilvana al conjunto de los hoyos negros de esta constelación. Empecemos con Lacan mismo: pueden reunirse las menciones justas y frecuentes de las veces en que Lacan habló de “estructura” con los epítetos adjuntos de neurótica, histérica, perversa, psicótica, obsesiva, fóbica, etc. y agregar que también habló de estructura para referirse a mil otras cosas: estructura del sujeto, del discurso, de la lengua y del lenguaje, del inconsciente estructurado como un lenguaje (“un pleonasmo, porque estructura no hay sino del lenguaje”, decía), de una novela (como Lolita), de la verdad que tiene estructura de ficción y mil más pero nunca, nunca, dijo “estructura clínica”. Ahora bien, en esa plétora de referencias concretas se omite mencionar la vitriólica conferencia que pronunció ante un grupo de médicos en Santa Ana, en 1966, que fue escandalosamente criticada por los asistentes y que se publicó con el título de “Psicoanálisis y medicina”. No se recordará tampoco, por ejemplo, el excelente libro de Jean Clavreul titulado “El orden médico” publicado por Seuil en 1978 en la colección “Le Champ freudien” dirigida por Jacques Lacan. Ese es un texto fundamental que quisiera leerles íntegramente esta mañana. En ese volumen se halla la discusión más encendida, valiente incluso, de las relaciones complejas que guardan el discurso médico y los cuatro discursos de Lacan. Clavreul subraya la solidaridad del discurso de las escuelas de medicina y de los médicos con los discursos del amo y de la universidad. Lo lamento pero como no puedo leer tantas páginas que dejo a ustedes para que busquen y sigan por su cuenta, me limitaré a unas pocas citas. Dice Clavreul:
“Pues si se tratase tan solo de poner algunas briznas del saber psicoanalítico al servicio del Orden médico, esa es ya una opción política. Podría pensarse que lo mejor que el psicoanálisis tiene que hacer es deslizarse en el interior del discurso dominante con la esperanza de transformarlo o con la pretensión de subvertirlo. De tal modo la medicina llega a ser el sostén o el blanco del psicoanálisis. Es, en pocas palabras, una posición reformista, más preocupada por la eficacia que por el rigor. Pero cabe preguntarse cuál de los dos, en este juego será conquistado por el otro: la medicina o el psicoanálisis. Parece que la evolución del psicoanálisis en Norteamérica dio ya su respuesta” …
“Pues no podría ser en nombre de un totalitarismo psicoanalítico que uno acabaría por dedicarse a robustecer el totalitarismo médico” …
“Todo descubrimiento científico (y el diagnóstico es uno de ellos) suprime la división del sujeto. El deseo del médico por su objeto es unificador (de los médicos entre sí, pero también del médico para consigo mismo” (p. 166) … “Al precipitarse para aceptar el extrapontino (ustedes saben: esa silla suplementaria, etc…) que le ofrece el Establishment, especialmente médico pero también universitario, los psicoanalistas adquieren a no dudarlo ciertas ventajas inmediatas pero pierden así eso que constituye su propia vocación. De ese modo siguen la pendiente de un regreso solapado al orden médico y universitario. Tal es el principio mismo de la función superyoica de un orden al que habría que plegarse y adaptarse, ese orden que es cuestionado por el psicoanálisis tanto en su relación con los poderes públicos como en las curas individuales” (p. 177).
¿Qué más hay que omitir y de hecho se omite al seguir el hilo de los hoyos negros?: textos como La historia de la locura en la época clásica y El nacimiento de la clínica de Michel Foucault por no decir nada de su obra primera Enfermedad mental y personalidad y de sus últimos seminarios en el Colegio de Francia: El poder psiquiátrico, Los anormales, Nacimiento del biopoder así como el deslumbrante artículo sobre El sujeto y el poder de 1982. Y tampoco se hablará nada de Thomas Szasz con su El mito de la enfermedad mental así como de toda la obra de la antipsiquiatría con autores como Laing, Cooper, Basaglia, Françoise Dolto, Iván Ilich, etc. Por supuesto y ni qué decir que faltará la reflexión sobre el texto que va más allá de Freud y de Lacan, el libro más delator de la acción de los discursos dominantes, que incluye al psicoanálisis mismo como uno de ellos; ese libro es el Antiedipo de Gilles Deleuze y Félix Guattari y se silenciará la profusa obra de ambos autores hasta sus muertes en 1995 y 1992 respectivamente.
Quiero afirmar, para precisar esta distinción entre el vocabulario del Otro, vale decir, de la psiquiatría, el derecho, los mercados, etc. y el nuestro, que los psicoanalistas no tratamos con “enfermedades”, “entidades psicopatológicas” o “trastornos”; tampoco con “estructuras”, sino que ponemos bajo la lupa y nos incluimos en la “posición subjetiva” de alguien que nos busca porque sufre y nos hace destinatarios de su síntoma. Tal “posición” es constantemente variable; no se presta a “diagnósticos” sino a discriminar en cada momento lo que sucede en el marco transferencial de la sesión entre el analizante y el analista que ha proferido la regla fundamental. El “diagnóstico” es la irrupción propiamente perversa y reaccionaria del amo y del maestro en el discurso analítico.
En síntesis, y hemos de volver sobre ello, en la TSC se aceptan las palabras que proceden de la psiquiatría del siglo XIX y que efectivamente fueron tomadas por Freud y Lacan del vocabulario de los alienistas sin tomar en cuenta que, con el descubrimiento del inconsciente y con el desarrollo de una teoría, de un método y de la práctica del análisis, los conceptos en cuestión se alejaban del modelo médico y se impugnaban las nosologías, nosografías y nosotaxias que son el campo de la psiquiatría desde entonces y hasta nuestros días. La así llamada TSC es un intento por mantener al psicoanálisis dentro de la medicina y de sus marcos conceptuales. Para eso es necesario desconocer y dar por no existentes las contribuciones teóricas y cargadas de connotaciones políticas que han criticado a la noción de “psicopatología” que inspira a los DSM-x, que se critican pour la galérie pero sin desyerbar el terreno donde esos sistemas nosotáxicos están arraigados. No se llega a ver que, al mantener las palabras, se sostiene el proyecto fundamental que es la medicalización de la sociedad. Ese proyecto tiene dos cabezas: una, el derecho, al que se encarga el cuidado de la ley y sus transgresiones y otra, la medicina, orientada a gobernar y manipular la norma y sus desviaciones. Los psicoanalistas no hacemos causa común ni con los abogados ni con los galenos.
No puedo dejar de decir, también, que hablar de una “teoría” de las estructuras clínicas es una hipérbole. Por más denegaciones que se arguyan esta “teoría” no tiene ninguna teoría ni detrás ni en su interior. Se da a sí misma ese prestigioso título pero no deja de ser una propuesta poslacaniana de clasificación rígida de los sujetos que pueden acceder a la mirada diagnóstica de un sujeto supuesto saber, de un supuesto psicoanalista. Habría tres estructuras y nada más que tres, a las que se atribuye un carácter ontológico y que fueron fijadas como tales por los teóricos de una de las asociaciones nacidas después de la disolución de esa Escuela Freudiana de París, fundada por Lacan en 1964, que subsistió hasta 1980 sin que en ella nadie hablase de una TSC. Mas, entonces, ¿de dónde viene esta TSC?
Leyendo la tesis de Sierra Rubio aprendí que el origen del sintagma “estructuras clínicas” radica en textos de quienes fueron los adversarios de Lacan en los años ’50, empezando por el más encarnizado de ellos, Serge Lebovici, en 1950 y seguido después por Sacha Nacht, Maurice Bouvet y, más tarde, por disidentes de Lacan como Jean Laplanche y André Green. Si la famosa tripartición de estructuras clínicas se ha transformado en una opinión corriente, una doxa que nadie discute, es a partir de la publicación que hizo Laplanche en PUF en el año 1970 de una recopilación de artículos de Freud a la que, sin explicar porqué, le dio el título de Neurosis, Perversión, Psicosis. Ahí está el origen de las tres vías, del Trivium, diría, si me lo permiten, de esta trivialidad.
Esta tripartición es, desde entonces, atribuida a Freud, que habría creado un trío de “estructuras” En ellas cabría incluir a todos los seres humanos o, por lo menos, a los que vienen a encontrarse con un psicoanalista. En la tesis que les comento, donde se expone con prístina claridad esta concepción, se termina con frases muy elocuentes que describen como se llega a este injerto de una “teoría” en la obra de los fundadores de nuestra disciplina sin que ellos hayan tenido jamás la menor idea del milagro que les colgarían. Cito, por su carácter ejemplar, este párrafo de la mencionada tesis de quien es hoy mi buen amigo, Miguel Sierra Rubio:
“La cosa designada con el nombre de ‘estructura clínica’ es una lectura que Lacan hace de la psicopatología psicoanalítica desde su primer retorno a Freud y que perdura a todo lo largo de su enseñanza ¾ incluso si él nunca utilizó esta designación ni jamás la presentó del modo sistemático que ella presenta en la actualidad … Es la obra de algunos discípulos … un concepto lacaniano que, no siendo de Lacan, no deja por ello menos de consolidar el eje mayor de la psicopatología psicoanalítica”.
O sea, una “psicopatología psicoanalítica” que nunca fue mentada por Lacan y que estaría escondida desde ese primer momento del retorno a Freud sin que tampoco Freud tuviese nada que ver con ella. No en Freud; a pesar de él. Y Lacan, el pobre, avalándola sin haberla siquiera entrevisto.
La concepción de una TSC donde cada uno de los tres miembros propuestos sería el resultado de un tipo específico de operación lenguajera (las tres ver del prefijo alemán), es muy sencilla y cómoda de transmitir, muy apta para la repetición y la difusión doctrinaria y muy popular al punto tal de haber llegado a ser, muy rápidamente, una doxa según dice J.-A. Miller, o una vulgata según Bruce Fink, el traductor de Lacan al americano … y esto a pesar de su distancia con la obra y el pensamiento específicos del psicoanálisis. La facilidad para la transmisión (¿se entiende rápido, no?), y podemos tomar a Lacan como paradigma, y el esquematismo simplificador no siempre son una virtud. Se resbala con el lubricante de la sencillez en el pecado de la vulgarización preconizando como una evidencia esta hipótesis de tres formas patológicas claramente delimitadas como si fuesen los tres continentes aislados de un mismo planeta clínico. Pero, parémonos a pensar: ¿es esta idea compatible con el nudo en trébol o con el nudo borromeo del final de la enseñanza de Lacan? No. No se trata ni siquiera de una cadena olímpica. Estos tres círculos no tienen ninguna interconexión. ¿Es esto en verdad lo que encontramos en la “clínica bajo transferencia” como solemos y sabemos llamarla según el afortunado y bienvenido sintagma de J.-A. Miller del cual él mismo ha abdicado? (Ornicar?, #29, 1982 – retractación en La Cause Freudienne, #71, 2008). ¿Constatamos en verdad esa discontinuidad esencial que distingue en tres nítidos grupos a quienes nos consultan o vemos, por el contrario, que hay una continuidad sin límites claros entre los distintos sujetos y, aun en el mismo sujeto, en diferentes momentos de su vida e incluso que su posición subjetiva es cambiante en una misma sesión de análisis? ¿Hay alguien (tú, yo, nosotros, que no recurra a los tres mecanismos distinguidos después del prefijo “Ver-”?
Freud, conviene recordarlo, era my renuente a la idea de discontinuidad. Incluso en su “concepción estructural del psiquismo”, con la diferenciación clara de tres entidades diferentes, decía: “No deben concebir esta división (Sonderung) de la personalidad en un yo, un superyó y un ello deslindada por fronteras tajantes, como las que se han trazado artificialmente en la geografía política. No podemos dar razón de la peculiaridad de lo psíquico mediante contornos lineales como en el dibujo o la pintura primitiva; más bien, mediante campos coloreados que se pierden unos en otros, según hacen los pintores modernos. Tras haber separado, debemos hacer converger de nuevo lo separado”. (O. C., Amorrortu, vol. XXXII, p. 74)
¿Son verdaderamente neurosis, perversión y psicosis los tres modos del ser y cada uno de nosotros es un habitante de uno y solo uno de esos tres continentes? ¿Es esta tripartición compatible con la topología del nudo borromeo y del nudo en trébol del final de la enseñanza de Lacan?
Vale la pena aclarar que Jacques-Alain Miller, que inventó las tres estructuras clínicas en el lacanismo en 2001, se ha distanciado de manera solapada de la promoción de tal “teoría” en la referida conferencia de su seminario dictada en 2008. No solo de la TSC sino incluso de la palabra y de la pertinencia misma de hablar de “clínica” en psicoanálisis, a pesar de lo dicho por Lacan en la “Apertura de la Sección Clínica” en enero de 1977. Tengo conmigo el texto de los enunciados de Miller y varias páginas con un análisis pormenorizado de esa conferencia de la que parece que sus mismos discípulos no se han apercibido. Por razones de tiempo las dejo entre paréntesis y las incluyo, comentadas, en un apéndice, por si alguien quisiese que hablase de ello en el tiempo acordado para nuestro diálogo.
Hay una categoría dentro del terceto de las SC que resulta particularmente nefasta en el discurso del psicoanálisis y su presencia en la vida contemporánea: la de perversión. Desde un principio sabemos que la idea misma de “perversión” implica la desviación respecto de una norma. Cuando se habla de una “estructura perversa” se encuentran a menudo afirmaciones peligrosas que revelan la solidaridad de los analistas con el discurso académico oficial y muestran un rostro conservador del psicoanálisis al que me atrevería a llamar con un neologismo que no necesita de mayores explicaciones: “normoralizante”.
En verdad lo que hemos aprendido es que no hay un singular de “la perversión” sino un plural de “las perversiones” según los objetos y los fines pulsionales, particularmente en el campo de la sexualidad genital, siempre en la perspectiva de los médicos y de los juristas. Esa idea se ha extendido a los otros modos del funcionamiento orgánico dando origen a distintas clasificaciones de “trastornos” de los órganos y aparatos del cuerpo. Aprendimos también, con Freud y desde el principio que, en el comienzo de la vida, todos somos “perversos polimorfos”.
El concepto de perversión con la consiguiente enumeración de “alteraciones” respecto de lo normal supone en sí misma un orden “natural” del instinto sexual que debería definirse en comparación con las prácticas del animal o con encuestas estadísticas. El recurso a la artificial y artificiosa categoría diagnóstica de “perversión” ubica al psicoanálisis como vigilante y regulador de la “norma” en nombre de una “ley”, ¿una ley?, ¿natural? innominada.
Los “especialistas” pueden entonces divergir en torno a si la forma fundamental de las perversiones es el fetichismo o el sadomasoquismo y ambas posiciones se confrontan fragorosamente entre amigos sin que uno pueda convencer al otro. Freud señaló, sí, en su artículo de 1927 que en el fetichismo se veía en acción el mecanismo de la Verleugnung (renegación, desmentida) de la castración femenina en el varón. Cabe recordar que en ese tan citado artículo la palabra “perversión” no es mencionada ni una sola vez. Freud nunca trató de limitar al fetichismo en particular, y menos aun a las perversiones en general, la Verleugnung, la desmentida, del que había trazado el recorrido en el artículo de 1924 sobre la pérdida de la realidad, ese supuesto mecanismo específico de las psicosis que citamos al comienzo. Tampoco en ese artículo sobre la pérdida de la realidad se halla una sola mención a las perversiones. Esta Verleugnung que los poslacanianos atribuyen a Freud como propia de la “estructura perversa” fue vuelta a invocar con claridad por el fundador en los trabajos del fin de su vida sobre Moisés y la religión monoteísta y, más aún, en su artículo sobre “La escisión del yo en el proceso defensivo” en donde aparece siempre, siempre, referida a las psicosis. La Verleugnung del fetichismo masculino es tan solo un caso específico, localizado, parcial, de rechazo de la realidad en función del principio del placer. El sujeto no desconoce la realidad sino que la desmiente o reniega de ella. En la formulación clásica de Osvaldo Manonni, es el famoso “Ya lo sé, pero aun así”, que vale tanto para el fetichismo como para todo tipo de procesos mentales, incluyendo la creencia en los reyes magos que el adulto sostiene y reproduce al transmitirla a los hijos. Ni sombra, pues, en Freud, de un mecanismo específico para las perversiones. En los hombres fetichistas yo no hablaría de un “mecanismo” sino de una “elección subjetiva”, de una posición del sujeto ante un hecho que la percepción y la inteligencia le obligan a admitir. El niño se defiende de una amenaza imaginaria a su identidad narcisística falocéntrica con un desplazamiento síntomático, con una metonimia, que hace del pie, del zapato o de cualquier objeto elegido para tal fin, un representante de esa realidad para él intolerable. Como bien apuntan Laplanche y Pontalis en su Vocabulaire, es en el inacabado “Compendio del psicoanálisis” de 1938 donde Freud desarrolla la exposición más acabada de la Verleugnung como específica de las psicosis. Lo que nos lleva a la otra falacia de la TSC con respecto a Freud y la supuesta “estructura psicótica”. ¿Quién podría negar que la ecuación Verwerfung – forclusión (del nombre-del-Padre) = a psicosis no procede de Freud sino de Lacan?
¿A qué viene la insistencia de los sostenedores de esta “teoría” de un tríptico freudiano que sería su fundamento, un tríptico que tampoco Lacan mencionó como tal y que les fue atribuido a ambos para sostener una posición que nunca fue la de ellos?
Hemos de confesar que el psicoanálisis es perturbado por la noción de perversión al punto de no saber qué hacer con ella. Se ve como un gato en un estanque después de los cambios habidos en la “moral sexual cultural”, ja, ja, (¿es que hay o hubo alguna vez una moral sexual natural?). Es el psicoanalista el que está forzado a todo tipo de denegaciones y desmentidas si quiere incluir a la perversión como “estructura clínica”. ¿Tercera pata de un trípode? ¿Normal, patológica, mórbida, civilizadora, perversión “ordinaria”, afortunada, desubjetivante, refractaria al psicoanálisis y al psicoanalista, desconocedora del deseo que se transforma en “voluntad de goce”? ¿Porqué no desprenderse de ella como de un peso muerto cuando se puede recordar su carácter universal y precoz desde la noción de “perversión polimorfa infantil” en Freud? ¿O su transformación por Lacan en “versión hacia el Padre” (père-version) que, por la vía de la homofonía, indica su carácter anecdótico, universal, dentro de la vida y las fantasías de esa mayoría que son los llamados neuróticos? ¿Porqué no admitir que estas conductas, fantasías y representaciones no son más que una consecuencia, esta sí verdaderamente insoslayable y estructural, de la ausencia de la relación sexual? Que se trata de posiciones del sujeto al enfrentar la castración y no de una “enfermedad” como se la consideraba en la psiquiatría finisecular del siglo XIX o de una “parafilia” como se la llama en los comienzos del siglo XXI.
Vimos como en Freud la postura sobre la normalidad, tercer elemento de su tríptico, el de él, nada tiene que ver con las perversiones. La posición que llama, entre comillas, “sana”; es una mezcla de la neurosis, que acepta la realidad exterior y niega la interior, con la psicosis, que niega esa realidad exterior y la sustituye por la realidad interior mostrando al inconsciente “a cielo abierto”. O sea, reconocer a la realidad exterior (la del Otro) y al mismo tiempo empeñarse en transformarla en función del deseo y las aspiraciones pulsionales. Ahí está el tríptico freudiano. El verdadero.
Más allá de ciertas intervenciones “normoralizantes” a propósito de los homosexuales en sus primeros seminarios, Lacan ha sostenido una posición muy precisa sobre las relaciones entre perversiones y normalidad. Así, podía preguntarse en su seminario del 15 de junio de 1966:
“¿Porqué es que hay perversos anormales?” Y él mismo respondía: “Leyendo los excelentes libros de Foucault ustedes comprenderán porqué, en primer lugar, hay perversos normales y, en segundo lugar, que hay perversos que son considerados como anormales … Si, a partir del momento en que hay perversos anormales, hay también gente que los considera como tales, a menos que la cosa vaya en sentido inverso” [En otras palabras, si perversión hubiese … sería la de los clasificadores que escriben los catálogos] … “Hay que partir del hecho de que la perversión es normal … incluyendo el descrédito que sobre ella promueve la alta clerecía, conocida, no obstante por ser particularmente experta en estas prácticas, y que, en nuestros tiempos se cree forzada a disimular estas cosas que no son sino los signos de una relación sana y normal con las cosas fundamentales”.
Insistamos: Con su père-version, (verter hacia el padre) homófona de la subjetividad perversa, Lacan se rehusaba a definir una estructura nosográfica particular para un grupo de sujetos. La cuestión tiene serios ribetes filosóficos. Ya en el seminario XX (Encore, p. 96) Lacan había proclamado que él se colocaba a sí mismo del lado del barroco y se oponía al “reino aristotélico de la clase, es decir, del género y de la especie o, dicho en otras palabras, del individuo considerado como especificado”. Ubicarse dentro del lado barroco contra el aristotelismo es precisamente definirse en el bando opuesto al de las concepciones clasificatorias, tanto las de las nosologías médicas (DSM – CIE) como de las “estructuras clínicas” que quieren encajar a cada sujeto dentro de su categoría definida por las instituciones médicas o por una supuesta teoría psicoanalítica unificadora del campo. Es inclinarse por la singularidad y oponerse a los agrupamientos que no son sino elucubraciones del saber sobre la tipificación de los seres humanos. Una forma de racismo, digamos. Los neuróticos son los blancos, los perversos son los amarillos y los psicóticos son los negros. Se pertenece a una u otro de esos tres grupos y no hay modo de pasar de uno a otro. Ni siquiera se admite que puede haber mestizos. La TSC es el racismo llevado a la clínica del psicoanálisis.
Habrá que reconocer que las personas no tienen un modo de ser constante sino que ocupan posiciones subjetivas variables en el tiempo, incluso en el escaso tiempo de una misma sesión de psicoanálisis. Habrá que dejar constancia de que las diferencias entre los sujetos no muestran discontinuidades sino que las variaciones con relación a cualquier norma o criterio siguen un patrón de continuidad y que todos los matices caben en la distinción entre las personas singulares y aun entre los momentos de la subjetividad de ese ser hablante, cualquiera sea el criterio que se adopte para establecerla.
Podemos tomar como ejemplar la distinción freudiana entre neurosis y psicosis: ¿es alguien siempre y totalmente psicótico? ¿es que los llamados neuróticos no pierden el sentido de la realidad de manera “normal” cuando se intoxican con sustancias psicoactivas, cuando experimentan intensas emociones afectivas, cuando están desbordados por energías pulsionales incontrolables? ¿Significa ello que todos son o somos borderlines y que al serlo todos la denominación misma de “fronterizos” pierde a su vez toda su significación?
Cuando se atribuye a Lacan una TSC se omite señalar la importancia de una seria alternativa a la misma, muy coherente, anterior por décadas a Lacan mismo. Es una alternativa que podemos corroborar cada día en nuestra práctica y sin alejarnos de la teoría y de la práctica lacanianas. Ese antecedente, que no fue copiado o adoptado pero tampoco desconocido por Lacan, es la rica concepción de las posiciones, la esquizo-paranoide (1934) y la depresiva (1946) en la obra de Melanie Klein. En la “tripera”, como la apodó Lacan, uno tiene que vérselas con algo distinto de estructuras inmutables. En la teoría de Klein uno se encuentra con posiciones variables del sujeto en la vida, actualizadas en la sesión de psicoanálisis, que dependen de las circunstancias, de la variable relación que el paciente, como sujeto del inconsciente, sostiene con el otro de la transferencia y, agregaríamos, con el gran Otro. Os hablo de la invención constante que el paciente tiene que hacer para dar respuesta a las demandas y a las exigencias que provienen de las pulsiones (instintos, en la traducción al inglés) y de las defensas. Es por este camino que, sin pretender pactar alianzas de compromiso entre dos maneras distintas de concebir y practicar el psicoanálisis, sin borrar las diferencias entre los ingleses y los franceses, se podrá entender lo útiles que pueden resultar para nuestra comprensión conceptos tales como los de la función alfa de Bion, del espacio y los objetos transicionales de Winnicott y de las posiciones clínicas de Klein. Me animaría a derivar de ellos el antecedente y el equivalente de la conceptualización de las posiciones subjetivas o posiciones del sujeto que es omnipresente en la enseñanza oral y escrita de Lacan.
A esta altura es necesario aportar un ejemplo y tomaré como tal la condición, el caso del hombre de los lobos. Coincidirán conmigo en que es mucho más fecundo abordarlo en términos de sus múltiples posiciones personales según ellas fueron cambiando en sus relaciones con la hermana, con el padre, con el suicidio de ambos, con los médicos (Kraepelin, en primer término), con la enfermera que encontró en su sanatorio y de la que permaneció enamorado durante su vida entera, con Freud durante su análisis y después de la publicación del libro (“una neurosis infantil”) que le dio el nombre con el que pasaría a la posteridad, ese Freud de quien él estaba orgulloso, del que se consideraba el alumno preferido, el que le había ofrecido “el mito fundador de su existencia” (Rassial), con los distintos otorrinos que fueron consultados por su hipocondría nasal, con Ruth Mac Brunswick que lo tomó en análisis a causa de esa hipocondría teñida de claras manifestaciones delirantes, con los grandes escritores cuyas novelas pudo volver a leer cuando culminó con éxito el trabajo de esa segunda analista, con Judd Marmor, enviada por la IPA para socorrerlo, con Fräulein Tini que fue su nueva enfermera, con los psicoanalistas de Nueva York que compraban sus dibujos del árbol con lobos y con los periodistas que habían descubierto su identidad verdadera hasta el momento de su muerte, a los 92 años, en 1979. ¿Es que podemos conformarnos con una aceptación del diagnóstico de “estructura psicótica” según el decreto de tantos sabios que encuentran una forclusión y parecen desechar la represión y la desmentida como “mecanismos” actuantes en él? Decía Clavreul, a quien nuevamente citamos, que el acto de “diagnosticar” es siempre un “acto de dominio del amo” (de maîtrise), un desconocimiento del hecho de que no conocemos al hombre más que por su falta en ser y por la palabra que dice y que da testimonio de ella. El “diagnóstico”, por estructural que pretenda serlo, confirma la hipótesis del sujeto supuesto saber. Lo mejor que puede hacerse con este “hombre de los psicoanalistas”, el mote le fue dado por E. Roudinesco, es seguir el hilo de sus “posiciones de sujeto” a todo lo largo de su vida. ¿Qué ganaríamos con la afirmación de que tenía una “psicosis ordinaria” (J.-A. Miller) para la comprensión retroactiva de su caso o para evitar los errores cometidos por Freud en la dirección de su cura? Como dice A. Menard en un artículo de 2010 justamente titulado El hombre de los lobos y la clínica continuista, y después de recopilar los distintos diagnósticos planteados: “Retendremos esta gran lección de clínica: lo que cuenta no es el diagnóstico sino el camino que intenta conducir a él, pues es ahí donde ser revela la multitud de los “detalles” que hacen a lo singular, a lo único, del caso”. Creo que eso, que es válido para el caso más estudiado y discutido por los psicoanalistas, es verdad para todos los casos. Objetaría sin embargo la idea de que hay un “camino que intenta conducir al diagnóstico”. Creo que todos esos caminos son equivocados pues extraviada es la idea médica de “diagnosticar”, es decir, incluir en una clase, a los casos y, para ello, recurrir a una terminología que el propio discurso del psicoanálisis ha hecho obsoleta: la terminología médica con sus correspondencias etimológicas: neurosis: degeneración de los nervios; psicosis: degeneración de la psique, perversión: versión fuera de lo normal o esperado, trastornos mentales: mente fuera del orden, etc. El camino que lleva al diagnóstico llega siempre a la misma conclusión: todo diagnóstico es errático y erróneo y cada caso es eso que tiene de único y que no se ajusta a ninguno de los diagnósticos propuestos. La clínica psicoanalítica es una clínica del “sinthome” en lo que tiene de singular que escapa a la idea de clases o estructuras.
¿Cómo sostener una TSC fijas, inmutables y definitivas, subyacentes en el discurso de Lacan hasta el fin de su enseñanza y venir a proponerla, después de su muerte, como fundada sobre sus palabras cuando aun es posible escuchar la reverberación de sus palabras:
“Loco, ¿porqué, después de todo, Joyce no lo hubiese sido? Y eso tanto más que no sería un privilegio, si es verdad que en la mayoría lo simbólico, lo imaginario y lo real están entreverados hasta el punto de continuarse los unos en los otros, por falta de las operaciones que los definen como tales en la cadena del nudo borromeo. ¿Porqué no aceptar que cada uno de esos redondeles se continúa en el otro de una manera estrictamente no distinguida? Por otra parte, estar loco no es un privilegio”. (XXIII, p. 87)
O, si se acepta esto, ¿cómo retomar la discusión potencial, hipotética, sobre el diagnóstico “estructural” que hubiese podido recaer sobre el juez Schreber si hubiese podido tener sesiones preliminares con un psicoanalista en la época en que cumplió sus 40 años?
La posición subjetiva se manifiesta en las maneras en que, después de la extracción del objeto @, el sujeto puede elegir (de manera inconsciente, claro) su manera de posicionarse frente a la falta y lo hace a través de su sínthoma y de las formas que toma su saber hacer con él (savoir y faire) y de su saber estar ahí (savoir y être). Saber arreglárselas con lo real. ¿Qué sínthome? ¿Cuál? Todo lo que puede venir a corregir la falta, el error, en la escritura del nudo: el padre, una mujer, un empleo, un hobby, un lobby, la escritura genial de un Joyce o la convencional de un poetastro, un psicoanalista, la búsqueda de la piedra filosofal o de una ganancia de mercader, etcéteras hasta el infinito. Eso es lo estructural; bien lo sabemos: todo es estructura pero no todo es lenguaje. Y la estructura no hace más que mostrar la incompletud: no hay relación sexual, no hay metalenguaje, no hay Otro del Otro, La mujer no existe, ella es no-toda, etc. Son estas inexistencias las que imposibilitan la cómoda solución que sería la cadena borromea de tres y obligan a la inclusión de un cuarto nudo, ese cuarto nudo que es el nombre-del-Padre (en el seminario de 1974) para responder a la falta en lo simbólico, que es el sínthoma (en el seminario de 1975) para responder a la falta en lo real y que es el ego (en el seminario de 1976) para responder a la falta en lo imaginario. Tres cuartos bucles sucesivos: 4, 5 y 6 que se anunciaron al final del seminario XXII como complementos del 1, 2 y 3, los tres registros clásicos, imaginario, simbólico y real propuestos ya en 1953 en la enseñanza de Lacan. Por medio de estos remiendos (a los que se estila llamar “suplencias”) podemos concebir una red, no un catálogo, de las elecciones y de las respuestas posibles a la falta constitutiva, estructural, del sujeto.
A esto es a lo que llamamos “posiciones del sujeto” y, a cada una de ellas, debe responder una “posición del analista” más allá de toda elucubración sobre la “estructura clínica”. En su escrito sobre la psicosis Lacan había dicho lo esencial sobre este cambio de perspectiva: “No se llega a lo insoportable del síntoma desde fuera sino desde una posición de estricta sumisión a las posiciones propiamente subjetivas del enfermo, (que suelen ser más de una) entrando así en la subjetividad del delirio”. (É., p. Escritos II, p. 525)
La TSC es el patrimonio de una de las ramas derivadas del lacanismo después de la disolución traumática de la Escuela Freudiana de París en 1980. Otros analistas surgidos de la misma enseñanza lacaniana como Jean Allouch, Eric Porge, etc., pertenecientes a distintas “escuderías” lacanianas han demostrado el desmantelamiento de toda idea de una “clínica de las estructuras” al final de la enseñanza de Lacan. Esa tripartición diferencial no tiene ningún lugar en la clínica borromea que Lacan elabora entre 1973 y 1977, año que podemos considerar como el final de sus aportaciones al psicoanálisis. Recordemos: el seminario de 1977-1978 se titulaba “El momento de concluir”.
***
Ya es hora de volver al tríptico freudiano mencionado al inicio (el de su artículo de 1924) y partir desde él para una nueva consideración de la clínica que no esté fundada ni en la conceptualidad ni en la terminología derivada de la medicina, ese lastre que el psicoanálisis arrastra desde sus comienzos por haber tenido que iniciarse en la encrucijada dibujada por la psiquiatría que aportaba sus “enfermos” y, en oposición a ella, la ética filosófica que guiaba sus pasos por el “discurso del psicoanalista” al margen, como alternativa y como revés del discurso del amo. Para ello he de adoptar un nuevo punto de partida que no arranca de la palabra griega psique, venerable y arraigada como lo está en nuestro vocabulario sino de otra palabra griega, no menos prestigiosa, que es nous.
Querría, pero no lo haré en este momento, efectuar un recorrido erudito por las significaciones y distintas traducciones que esta palabra griega merece para el discurso contemporáneo pasando por sus equivalentes en latín, en las lecturas medievales de los textos de la antigüedad, en su pasaje a la modernidad y al iluminismo para terminar en los modos actuales de leerla. Para no andar con rodeos nombraré algunos de los muchos términos que antes y hoy en día se relacionan con ella: saber, saber intuitivo, saber inconsciente, saber referencial, conciencia, entendimiento, mente, discurso, conocimiento, intelecto.
A partir de este término, nous, propondré una lectura de ese trípode freudiano que, insisto, no es de enfermedades ni de estructuras sino de posiciones del sujeto ante el saber y ante el deseo del Otro. Concretamente y de nuevo serán tres, pero en continuidad: ortonoia, metanoia y paranoia. No tres entidades o estructuras sino tres modalidades de la existencia que varían constantemente en función de las circunstancias del encuentro del sujeto con el otro imaginario especular y con el Otro simbólico de la cultura y la ley. Tres posiciones ante el saber inconsciente que no están separadas por límites precisos.
Habrá que aclarar de entrada que paranoia no es una palabra nacida en la medicina y acuñada por los psiquiatras; es un término propio de la lengua helénica hablada en la antigüedad (puede leerse en Sófocles, Esquilo, Aristófanes, Platón, Aristóteles) para referirse a la locura y a la insanía, del que la medicina se apropió como una “entidad nosológica” en la segunda mitad del siglo XIX (Kahlbaum, 1863)[2]. En la actualidad esa “entidad” nosológica ha sido abandonada por la medicina psiquiátrica a favor del término “trastorno delirante”. La concepción que quiero hoy proponer de la paranoia es distinta de la existente en los tratados de psiquiatría antigua y moderna pues se refiere a la relación del sujeto con el discurso entendido por Lacan como “lazo social”. Llamaremos “paranoica” a toda organización (o desorganización si se quiere) del saber y del discurso que prescinde de la relación con el discurso, el saber, la demanda y el deseo del Otro. Es una manifestación de la Verleugnung como proceso de desmentida, en el sentido freudiano, con relación a lo que el fundador del psicoanálisis llamaba la “realidad” (Realität, Wirklichkeit) y el “principio de realidad” que es su concomitante.
He empezado por esta caracterización de la paranoia para dar a entender con claridad que las tres posiciones que propongo y que fueron previstas por Freud se relacionan con la posición del Otro y, por lo tanto, no son procesos mórbidos de un sujeto sino actitudes ante la cadena significante expresadas en su discurso. Hablo de paranoia, pues, para indicar el apartamiento más o menos radical del Otro cuyos extremos pueden encontrarse en la catatonía y el mutismo absoluto por una parte o, por la otra, en las organizaciones del pensamiento más riguroso y en el eslabonamiento de la palabra oral y escrita tal como aflora en el texto de Daniel P. Schreber. Paranoia o, lo que es su equivalente exacto en latín, delirium, estar fuera del surco, saber fuera del saber de lo comunicable, quebrar la relación que une al significante uno con el significante dos en la propuesta lacaniana de los cuatro discursos.
Las otras dos posiciones subjetivas a las que me refiero son la ortonoia y la metanoia, términos que no invento pero que son extraños al discurso regular del psicoanálisis..
Definiré a la ortonoia en términos éticos y lacanianos como el reconocimiento y la subordinación del deseo y de las pulsiones a los requerimientos y a la demanda del Otro. Esto puede hacerse, esquemáticamente, de dos maneras en apariencia opuestas. Una, bajo la forma de una aceptación de las convenciones y la puesta del sujeto al servicio de “los bienes”, eso que la psiquiatría y el psicoanálisis llaman “neurosis”; otra, tomando la forma paradojal de definirse en función de ese Otro pero con la apariencia de oponerse a él. A la ortonoia complaciente se la conoce como neurosis en el psicoanálisis clásico (la psiquiatría ha abandonado ya el término). A la ortonoia desafiante se la nombra como perversión(es) en la vulgata psiconalítica y como parafilias en la neolengua psiquiátrica. En ambos casos es “la realidad” la estrella polar que guía al sujeto, sea como obediente sea como impugnador de la Ley, el orden, la norma, la convención. Lo que propongo, en resumen, es que podemos colocar del mismo lado a las llamadas neurosis y a las llamadas perversiones como modalidades volubles de la posición del sujeto ante el Otro. A favor o en contra; es lo mismo. Las posiciones consideradas como neuróticas y como perversas no están en carriles distintos y ambas se caracterizan por la aceptación más o menos a regañadientes de la realidad mundanal (Wirklichkeit) a la que dicen a veces defender, a veces atacar. “La neurosis es el negativo de la perversión”, sí, pero bien sabemos que no hay tal negativo en la neurosis sin acciones y fantasías que están del lado de lo “positivo” de lo que se llama perversiones. No son estructuras diferenciadas sino variantes transitorias de una misma posición ante la realidad. Si no fuese por temor a que, por el recurso a neologismos, me encasillen en cierta estructura clínica que ya conozco, diría que la ortonoia es una otronoia.
La metanoia , ella sí, es algo totalmente diferente y coincide con lo explícitamente manifestado por Freud: reconocer a la realidad y a la vez afanarse por transformarla; es aloplástica. El término metanoia implica un entendimiento activo, un nous poétikos, una organización del deseo y del discurso con reconocimiento del sínthoma y de ese “saber hacer algo con el sínthoma” pretendido por Lacan. No soy el primero en utilizar este vocablo: William James ya hablaba de la metanoia como “un cambio estable y fundamental en la orientación del individuo” y Carl Jung de “un trabajo de la mente para curarse espontáneamente ante un conflicto insoportable renaciendo de otra forma”. David Cooper tomaba buen partido del prefijo meta en la palabra “metanoia” como un trabajo hecho por alguien (psiquiatra, psicoanalista, antipsiquiatra) para ayudar a las personas a atravesar el delirio e ir más allá de él. En mi idea, se trata de orientarse ante la realidad no a favor o en contra de la convención sino ir más allá de ella, de, como lo proponía Laing, alcanzar los objetivos propuestos por el psicoanálisis, la disolución y la sustitución de la conciencia cotidiana del self. En resumen: metanoia: ir “más allá del principio de realidad”, ese al que se someten los ortonoicos (otronoicos) y al que ignoran los paranoicos. De aquí el título de mi intervención: ¿Porqué no? ¿Por qué no seguiríamos los ejemplos de Freud y de Lacan que fueron, ubicándose en la estela de Nietzsche, meta-, “más allá” (“del bien y del mal”)?
Para empezar a terminar: la ortonoia es lo que el prefijo orto designa, como en ortodoxia o en ortografía, lo correcto, lo esperado, lo que, cuando es desconocido o transgredido se transforma en falta por la que el sujeto será juzgado como en el festín de Babilonia: “Has sido pesado y encontrado en falta”. La paranoia es lo que indica el prefijo para con respecto al saber o a la mente, estar fuera, estar en la posición contraria, estar excluido del discurso como lazo social, ser presa fácil del Otro que decide encerrar y silenciar el grito del que no puede hacerse oír, de todos aquellos que navegan por el río de la vida en la nave de los locos sin que su palabra encuentre sentido en el oído de los demás. La metanoia es también lo que indica su prefijo (y su meta): estar más allá de, no adentro ni afuera, en otra parte desde donde es posible reconocer, por una parte, ese “adentro” propio de la ideología dominante y de la neurosis-perversión del discurso médico que es el discurso oficial del amo y, por la otra, ese “afuera” que se atribuye a la psicosis en el mismo discurso. Metanoia, en cambio, es la de esos que han aportado algo distinto, con éxito o sin él, a la cultura, señalando lo que falla, aun a riesgo de aumentar el malestar.
Vayamos, pues, más allá y preguntémonos por los psicoanalistas, por los fundadores de nuestra discursividad y por su estructura clínica. Preguntémonos por nosotros mismos y por la estructura clínica de quien ha hecho un análisis hasta el final con nosotros. ¿Ortonoicos apegados a la convención? ¿Paranoicos fuera del vínculo social? ¿Neuróticos? ¿Psicóticos? ¿Perversos, quizás? Si planteo que pensemos fuera de esas categorías, ¿seré un perverso narcisista empeñado por motivaciones sospechosas para producir angustia en ustedes y para desviarlos de aquel pensamiento (noia) con el que siempre hemos estado en conformidad, el que depende de los discursos del amo y de la universidad?
Freud, Klein, Lacan: ¿Neuróticos, perversos o psicóticos? ¿Y Sócrates, San Agustín, Colón, de Sade, Marx, Nietzsche, Kafka, Proust, Joyce, Foucault, Deleuze? ¿Cuál es la estructura clínica que les corresponde? ¿Y Beethoven, Edison, Van Gogh, Dalí, Einstein, Artaud? Me diréis que invoco nombres de personajes “famosos”, algunos de los cuales fueron calificados como locos o “suicidados por la sociedad” pero no es esa la razón que me lleva a escogerlos sino el carácter público de sus obras a partir de la lectura que todos y cualquiera podemos hacer de sus obras.
La presencia misma de Freud, el hombre cuya biografía es la más conocida y escudriñada en la historia de la humanidad, pues incluye a sus formaciones del inconsciente que han sido sistemáticamente sobreinterpretadas por los analistas mismos, nos lleva a preguntarnos: ¿cuál era su estructura clínica antes y/o después de su (discutible) proceso analítico?
¿Neurótico, psicótico, perverso? O, mejor, ¿cuál era su sinthome (“Mi vida solo tiene interés en su relación con el psicoanálisis”) y cómo supo hacer con su síntoma? Y cabe repetir las mismas preguntas al referirse a cualquier psicoanalista que haya dejado su huella en la profesión. Cabe entonces desviar la pregunta hacia los otros términos que él mismo propuso: ¿sería la suya la posición que él llamó “sana” o normal de quien no se aparta del discurso como vínculo social sino que se dedica a trastornar la realidad establecida como lo hace el psicótico y a reconocerla como hace el neurótico para establecer una táctica y una estrategia destinada a cambiarla? ¿Es eso la “perversión” ¾como pretende la TSC¾ que no reconoce sino tres posibilidades?
Y si me pregunto a mí mismo por mi vida y lo aprendido en mis diferentes análisis: ¿encuentro que soy neurótico, perverso o psicótico de manera estructural? Me apresuro a responder: soy y he sido todo eso y seguiré siéndolo si es que me preguntan para que responda en los términos del vocabulario médico. Tengo y he tenido fantasías, comportamientos, modalidades transferenciales, formaciones del inconsciente, ideas delirantes (¿es ésta una de ellas?) que podéis catalogar como mejor os plazca con la seguridad de que no os voy a contradecir. Tal vez por eso y por lo que me están escuchando pueden afirmar que soy un narcisista presumido que viene a contarles una tesis fantaseosa avalada por aparentes neologismos como estos de ortonoia, metanoia y paranoia. Respondería que estoy habitado por un deseo de analista que me orienta hacia el establecimiento en mí y en el otro de una diferencia absoluta y de un amor que apunta más allá del objeto, si tuviera que decirlo en los términos de Jacques Lacan.
Y es el momento de preguntaros: si vuestro discurso no es el de la medicina y pudiese plantearse en estos términos éticos que son los del tripié freudiano del que vengo hablando desde un principio: ¿qué sois? ¿Ortonoicos pasivos como la mayoría de nuestros conciudadanos, ortonoicos activos como los que pretenden legislar y decirle al otro cómo debe ser tomando vosotros el lugar del amo para así negar vuestra falta? ¿O sois paranoicos desligados del lazo social sea por la vía de la desorganización del discurso (eso que llaman esquizofrenia) o por la vía de un discurso sistemático que no deja lugar para la dialéctica transubjetiva (a lo que llaman paranoia) o, creyendo ser más modernos, “psicosis ordinaria”? ¿O sois metanoicos que van más allá de las convenciones y de las buenas maneras para sumar vuestra subjetividad a la historia de la época en que os y que nos toca vivir?
¿Cuándo pensáis en vuestros análisis y lo que de ellos ha resultado: qué encontráis? ¿Una estructura definida desde antes y mantenida hasta el final o un cambio que es flexible según las distintas circunstancias, una modalidad de encontrarse con el otro que sufre y viene a consultaros, una posición de discontinuidad y flexibilidad ?
¿Estoy diciendo que cualquiera puede ser cualquier cosa y que no hay elementos estables en la manera de establecer el campo de la transferencia – contratransferencia, con “aparición en los momentos de estancamiento de la dialéctica analítica de los modos permanentes según los cuales el sujeto constituye a sus objetos”? Discontinuidad y flexibilidad, sí, pero también modos de reaccionar ante el otro que dependen de eso que la psicología más clásica ha llamado el “carácter”, un objeto de conocimiento para el psicoanálisis desde la obra inolvidable de Wilhelm Reich.
¿No nos corresponde renunciar a toda TSC y dedicarnos al establecimiento de una “cartografía de la subjetividad deseante” retomando así, complacidos y con aprobación los términos del tesista a quien me tocó discutir? Esa cartografía, como todo mapa, según creo, es una topología de figuras de caucho, de continuidades, de flujos territoriales y de desterritorialización, una topología rizomática ¾ pero eso nos lanza a explorar otros terrenos que no podemos ignorar pero que aun debemos desbrozar. Mejor dejamos aquí. ¿Porqué no?
REFLEXIONES SOBRE JACQUES-ALAIN MILLER Y LAS ESTRUCTURAS CLINICAS (TSC) –
Clase del 10 de diciembre de 2008.
Publicada en La Cause Freudienne, nº 71 , pp. 63 – 71
NOUS SOMMES POUSSÉS PAR DES HASARDS À DROITE ET À GAUCHE
Miller en esta conferencia del año ocho se reconoce responsable de haber empujado al “Campo Freudiano” a centrarse en la clínica como una manera de “salvar por lo menos algo de la enseñanza de Lacan”. Se trataba de evitar la derivación hacia la teoría por la teoría misma. Fue en el año de la muerte de su suegro (1981) cuando propuso la noción de “estructuras clínicas” que antes solo había aparecido en los escritos de ciertos enemigos de Lacan. Al año siguiente, en 1982, insistió en su apuesta sobre la clínica y definió a la práctica del análisis como una “clínica bajo transferencia”. Esta es una idea fecunda si se acepta, como yo lo entiendo, que el diván es una forma de cama (klynos) que está orientada hacia la escucha mientras que la clínica médica está al lado de la cama como escenario extendido para la vista del “enfermo”, ese que no puede caminar y está acostado por causa de su in-firmidad.
En el artículo bajo nuestra consideración, en 2008, Miller se ha replegado de esa valoración positiva de la “clínica psicoanalítica” por entender que ese sintagma aproxima al psicoanálisis a eso que es necesario dejar atrás, el discurso clasificatorio de la medicina. La “clínica”, según se la entiende normalmente y él oportunamente recuerda, es un ejercicio de ordenación y de catalogación; algo así como un herbario. Es un arte de clasificar los fenómenos a partir de signos y de indicios previamente puestos en un repertorio. Dice que los diferentes DSM son efectivamente “clínicos” y que a ellos, a los psiquiatras, de buena gana, les deja el término de “clínica”. Obviamente, esta posición desautoriza, si se acepta su perspectiva, cualquier invocación anterior o posterior a una pretendida T”SC”. Parece que, sin embargo, los discípulos de Miller no han tomado nota del cambio en el discurso de su maestro. Yo comparto y suscribo las razones que lo llevan a distinguir radicalmente a la medicina del psicoanálisis y a repudiar la contaminación con un discurso que, aunque fuente y origen de la misma, es extraño a nuestra disciplina. Hay que insistir en esto junto y aun más radicalmente que Miller: Lacan promovió en 1974 el concepto de sinthome a modo de oposición y de provocación, manteniendo la homofonía, con el síntoma y con todos los demás vocablos y sintagmas propios de la medicina. El abandono de esa terminología es un aspecto insoslayable del psicoanálisis.
Para fijar y ratificar mi postura: se puede mantener el concepto propuesto por Miller de una “clínica bajo transferencia” entendiendo que esa es la práctica del psicoanálisis en el dispositivo freudiano que fue preparado para la escucha del malestar subjetivo. Hace falta abandonar el vocabulario médico que infiltra al psicoanálisis desde sus orígenes en la psiquiatría y en la psicopatología. Hay que terminar con todos los procedimientos nosotáxicos y taxonómicos relacionados con la “enfermedad mental” o con los “trastornos mentales” de la actualidad. En todo esto me complace coincidir con Miller aunque no descartaría apresuradamente, como él lo hace, la palabra “clínica”.
Es de lamentar que a renglón seguido Miller haya recaído en todo aquello que criticó en los primeros minutos de su seminario. ¿Por qué razones? Porque, CITO,
“en el psicoanálisis se han perpetuado las clases clínicas en buena parte heredadas de la psiquiatría que fueron elaboradas por profesores conducidos a veces a alejarse de la interlocución con los pacientes. ¿Y cuáles son las clases clínicas que uno encuentra en el psicoanálisis? Está principalmente la gran tripartición de neurosis, psicosis y perversión”. … “ El psicoanalista no puede dejar de referirse a ella pues forma parte de esos instrumentos de los cuales uno se sirve incluso cuando uno rechaza sus fundamentos” … “Hace falta un esfuerzo en verdad especial para separarse de ellos. Y después, están las subclases”.
Miller repasa esas subclases a las que vacila en darles un estatuto ontológico: tres para las neurosis (histeria, obsesión, fobias), dos para las psicosis: la paranoia y la melancolía que permitiría flirtear con la noción de psicosis maniaco-depresiva … VUELVO A CITAR
“y en cuanto a la perversión se admitirá la diversidad y se caracteriza a las subclases según lo que ha sido clásicamente por los psiquiatras”. “Es este un discurso sedimentado en el cual uno se interna en función del encuentro con el paciente. Ninguna disciplina del pensamiento podría apartar a un analista de referirse a él, incluso en el registro de la denegación. He ahí una rutina clínica que continúa condicionando el abordaje del individuo que se propone hacer un análisis.”
O sea: esa nomenclatura y esas clasificaciones son contrarias a la esencia del psicoanálisis … pero deben ser mantenidas por el peso de la rutina. Inmediatamente después de esta retractación con respecto a lo que él mismo entiende como inadecuado de ese discurso y del vocabulario al que uno se vería forzado a recurrir, pasa a decir que lo que hizo Lacan fue pasar de las antiguas clases clínicas, heredadas de una tradición, al estatuto de “estructuras” y que “al cambiar “estructura por clase realizó una transformación conceptual” pues “el concepto de estructura agrega, a la clase, la causa, y de tal modo se separa de la concepción que he llamado objetivante”. No se puede negar: las estructuras siguen siendo clases y esas clases son las de la psiquiatría tradicional. Es insostenible además la idea de que la clase no implica una concepción de las causas como si las enfermedades no se definiesen desde siempre y en términos médicos, entre otras cosas, por la búsqueda de una etiología como la que preocupaba a Freud antes de sus libros canónicos del psicoanálisis, antes del año 1900. Recordamos el resquemor del joven J. A. Miller cuando sostuvo que le habían robado la noción de “causalidad estructural” en los años ’60.
Repasemos ahora la APERTURA DE LA SECCIÓN CLÍNICA por parte de Lacan el 5 de enero de 1977. El dijo y Miller lo publicó en Ornicar? “La clínica psicoanalítica tiene una base: lo que se dice en un análisis”. Que quede claro: la base no es una botánica de enfermedades mentales o de estructuras clínicas. Es el “divaneo”, es decir, el devaneo (las divagaciones) de alguien al que se presiona para que asocie libremente. “Entonces, hay que clinicar. Es decir, acostarse. La clínica está siempre ligada a la cama. Uno va a ver a alguien acostado, y no se ha encontrado nada mejor que hacer acostarse a esos que se ofrecen al psicoanálisis con la esperanza de obtener un beneficio, cosa que no está dada de antemano, hay que decirlo”. Y culmina esa exposición con estas palabras: “Lo que pretendo es que la clínica psicoanalítica sea una manera de interrogar al psicoanalista, de empujarlo para que declare sus razones”. Resumiendo: “clínica psicoanalítica” es un sintagma lacaniano al que nunca se le pusieron reservas. “Psicopatología psicoanalítica” no lo fue, no lo es, no lo será.
Ninguna referencia se encuentra en esa Apertura a una concepción de la clínica en el sentido médico de la palabra. Ningún asomo, tampoco, de crítica a la noción de clínica en el psicoanálisis. Todo lo contrario. Hay una clínica psicoanalítica específica y distinta de la clínica médica que permite la fundación de “secciones” como esa que se abría en 1977, último año fecundo de la enseñanza de Lacan.
De un modo que me parece sorpresivo, en 2008 Miller cambia su postura y afirma rotundamente que la clínica no es el psicoanálisis. Creo, sin embargo y por mi parte, que se puede reivindicar la especificidad de la clínica psicoanalítica que deriva de los devaneos de un sujeto endivanado, o sea, de lo que se dice en un análisis.
Sutilmente, en 2008, después de haber sostenido el concepto de las “estructuras clìnicas” desde 1981, Miller se distancia de él y encuentra que quien en verdad había hecho esa enmienda, esa necesaria sustitución, era el propio Lacan. La desmentida, la retractación milleriana, consistió en afirmar que Lacan había “afinado, depurado y de hecho simplificado” el concepto de estructura cuando produjo y fomentó el concepto de “discurso” reducido a cuatro elementos articulados. El sujeto barrado de sus cuatro discursos es un sucedáneo, dice Miller, del “sujeto de la estructura clínica” que está articulado ahora con los significantes que lo representan y con el objeto @. Miller no llega a decir que Lacan, después de los años ’60, concretamente, después del ’68, el año de los cuatro discursos y después, en los años ’70, había dejado de ser un estructuralista y ponía en práctica, no en palabras, una palinodia respecto de ese pasado. Miller no reconoce su propio abandono de esas “estructuras clínicas” —recordemos, Lacan nunca había hablado de ellas, de modo que ni siquiera tenía que abandonarlas— y pasa de contrabando la noción de que, con el concepto de discurso, con sus cuatro matemas y sus cuatro lugares, “se tiene la esencia de las estructuras clínicas”.
En verdad es difícil seguir estos devaneos, estas elucubraciones sobre la enseñanza de Lacan. Primero, atribuyéndole un sintagma que nunca utilizó, segundo, haciendo de ese sintagma el centro de una enseñanza que se convierte en doxa para millares de seguidores, “la gran tripartición” —dice— en tres clases con un mecanismo específico para cada una; luego, negando la pertinencia del uso de la palabra “clínica” en psicoanálisis y, finalmente, sosteniendo que la esencia de las “estructuras clínicas” yace en ese refinamiento que consiste en dejar de lado la idea de estructura para remplazarla con el concepto de “discurso” donde el sujeto… ¡es el sujeto de las estructuras clínicas! Entienda quien pueda. Yo renuncio.
Con gusto accedo a estas contradicciones en las posiciones de J.-A. Miller pues entiendo que su intento es el de ser fiel a la enseñanza de Lacan que él, tomando el rol de delfín, había pervertido inmediatamente después de la muerte del rey. Reconoció en esta clase de 2008 que, siguiendo al propio Aristóteles y a Lacan, “la existencia se desarrolla en el reino de la contingencia”. Esa contingencia se transforma en una articulación de significantes que producen un efecto de sentido y la tarea analítica consiste en reconducir al sujeto fuera de esos efectos de sentido hasta llegar, dice, a “los elementos absolutos de su existencia contingente”. De modo tal que la interpretación es una operación de desarticulación de la trama del sentido. Buen cuidado parece tener cuando dice “desarticulación” pues podría escapársele el término que no quiere decir, vaya a saber por qué razones: desconstrucción.
Y prosigo acentuando mi acuerdo con Miller en las afirmaciones que fueron la continuación de su conferencia. El eje de la enseñanza final de Lacan nada tiene que ver con la clínica psiquiátrica y su vocabulario: es un significante original hecho para marcar la distancia con ellos: el concepto de sinthome, inventado para el caso de Joyce que es un caso sin análisis, un “caso” fabricado por Lacan que, tomando el lugar, le ha impuesto el nombre del Padre, el nombre que verdaderamente le tocaba: Joyce le sinthome, “término clave de la última clínica de Lacan”. Clínica, sí, clínica, esa palabra que había sido gustosamente dejada en manos de los psiquiatras al comenzar a hablar ese día.
¿El caso Joyce? ¡El caso de un desabonado del inconsciente! No el de alguien que, como todos, conoce momentos de apertura y de cierre del inconsciente (Cf. seminario XI). Miller recae a continuación en las inexactitudes que en otros momentos hemos señalado en la lectura lacaniana de Joyce, ese personaje para quien el padre era un síntoma como para todos, no algo de quien él abjurase o discutiese el lugar o dijese que no había sido nada para él o que había sido demasiado hasta atiborrarlo. Un Joyce que es capaz de hacer una escritura cargada de emoción (véase su poema Ecce puer engendrado al mismo tiempo que escribía el Finnegans Wake, para dar cuenta en unas pocas líneas que traen como pocas las lágrimas a los ojos, transmitiendo lo que sintió ante la muerte de su padre – en diciembre de 1931 – y el subsiguiente nacimiento de su nieto, el 15 de febrero de 1932). Ese Joyce que procede a crear la emoción por medio del vaciamiento de lo sensible y de lo sensiblero, ese Joyce al que se podría tachar de “desabonado del inconsciente” como a Maleivich por pintar cuadrados blancos y negros y los unos sobre los otros como si no supiera o no quisiese pintar un árbol o un elefante, o como a los autores de El año pasado en Marienbad por no filmar una película como las de René Clair o John Ford. El proyecto de trascender la figuración, propio de Joyce, no es exclusivo de él; más aun, es coincidente con el del psicoanálisis que se propone rebasar las fronteras que impone el sentido a las frases que se articulan en un análisis. Me atrevería a decir: el psicoanálisis es joyceano o no es psicoanálisis. Es su diferencia radical con las psicoterapias, que están abonadas al inconsciente en su tarea de desconocerlo.
Miller atribuye a Lacan la conclusión de que la obra de Joyce es la de un separado, la de un exiliado, más aun,
“algo absolutamente singular … distanciado de toda comunidad, con nada en común, encerrado en sí mismo. No es lo particular. Lo particular es lo que en vosotros es común con algunos. Lo particular es lo que permite formar clases clínicas”.
Me permito subrayar esa frase porque seguimos, junto con Miller distanciándonos de la psiquiatría ¿Queremos “formar clases clínicas” o queremos que en el final del psicoanálisis se afirme una diferencia absoluta? No podría decirse mejor:
“La clínica se hace en el nivel de lo particular … no de lo universal que es lo que vale para todos. Con el concepto de sinthome Lacan se instala en otro registro: el de lo singular, lo que está fuera de la clínica, fuera de la clase, lo singular en su absolutidad. Eso significa que en cada uno, en todos nosotros, hay algo que es absolutamente singular y es lo que nos hace desabonados del inconsciente”
Aquí no estoy seguro de continuar adhiriendo a la postura de Miller.
Diría más bien que nuestra singularidad, nuestro sinthome, es un producto, una formación del inconsciente, una manera de regular los modos en que el lenguaje se apropia de nuestro cuerpo, una relación con el goce. ¿Qué hacemos en tanto que presas del significante, de presos en la cárcel del lenguaje? Esa es la pregunta a la que tenemos que responder en el final del análisis. Lo que Lacan dijo en esa proposición tan difícil de traducir que es “savoir y faire avec le sinthome”. Yo diría: saber vivir con el síntoma y transformarlo de sufrimiento en invención, en afirmación de la singularidad que nos excluye del reino de las clases y de los grupos. De las “estructuras clínicas”. Dejar la posición de la queja y la reclamación, decir, como Nietzsche, ese precursor, decir sí – ja sagen – a lo que sucede, asumirlo como una elección y una manifestación de la voluntad de poderío. Atravesar las pantallas de lo imaginario del encuentro o reencuentro con el objeto y de lo simbólico de los desplazamientos sintomáticos en el sentido tradicional o de las pretendidas sublimaciones pulsionales que dejan subsistir lo esencial de la represión. Saber hacer allí con el sínthome, arreglárselas con los obstáculos reconociendo a la realidad y afanándose por cambiarla como hace el psicótico. En otras palabras, pasar a la metanoia. ¿Por qué no?
A child is sleeping; Un enfant dort ;
An old man gone. Un vieil homme meurt.
O, father forsaken, Ô père abandonné
Forgive your son! Pardonne ton fils !
Entend-on, bien au-delà de la dimension biographique, que c’est la Bible qui se renverse ici, quand c’est le père qui est abandonné ? Et, dans le titre du poème quand le Ecce Homo qui fait passer de Jésus-Christ à Nietzsche s’inverse dans ce Voici l’enfant, réécriture de l’hugolien « Lorsque l’enfant paraît », n’est-ce pas toute la littérature qui se trouve convoquée dans et par le pouvoir de concaténation de l’écriture ? Ces chavirements, si je puis dire, ouvrent d’énormes appels et font sourdre comme jamais la matière des mots et toute ses virtualités.
ECCE PUER ¾ 15 de febrero de 1932
James Joyce – Traducción de José Antonio Alvarez Amorós.
Del oscuro pasado
Nace un niño;
De gozo y de pesar
Mi corazón se desgarra.
Tranquila en su cuna
La vida yace.
¡Que el amor y la piedad
Abran sus ojos!
Joven vida se exhala
Sobre el cristal;
El mundo que no era
Se llena de existencia.
Un niño duerme:
Un anciano ha partido.
¡Oh padre abandonado
Perdona a tu hijo!
.
[2] Un excelente recorrido por la evolución del término ‘paranoia’ desde la antigüedad hasta nuestros días puede encontrarse en PARANOIA. Historical development of the diagnostic concept.
An unexplored area of research in neuropsychopharmacology
T.A. Ban, http://inhn.org/archives/ban-collection/paranoia.html
OBSERVACIONES Y APORTACIONES DE ALFONSO HERRERA DIAZ AL TEXTO PUBLICADO, NOVIEMBRE DE 2018
Con inmensa gratitud y con entusiasmo he recibido dl muy capacitado colega mexicano, ahora radicado en Barcelona, Alfonso Herrera Díaz, un correo en el que formula observaciones críticas, adiciones bibliográficas y argumentos pertinentes sobre el texto publicado en este blog. Con respecto a ellos mantuve con el colega, de cuya amistad me precio, un diálogo hablado y escrito que siento necesario incorporar a la conferencia pronunciada en UMBRAL en la que no he querido hacer interpolaciones para que los interesados puedan valorar justamente, como yo mismo lo hago, el interés de estos aportes.
Me dice Alfonso Herrera que son varias aunque no muchas las ocasiones en que Lacan ha hablado en escritos y seminarios de «psicopatología» y que ello va más allá de lo que he mentado como «casi un hapax» de Lacan cuando equiparó la «psicopatología» con la «psicología mórbida», referencia que en su momento completé con la reproducción del artículo de Plon y Roudinesco en su «Diccionario». La observación es justa y debo corregir mi afirmación. Agrega Alfonso Herrera –y esta también es una importante aportación– que lo que en verdad es un hapax es una referencia que faltó en mi texto y es la expresión «psicopatología psicoanalítica» usada por Lacan en su «Discurso de Roma» de 1953. Lacan, Écrits, p. 269. Creo que, de todos modos, es palmaria la reticencia y hasta la antipatía de Freud y Lacan al uso de ese vocablo y la razón de ellas en tanto que invoca un vocabulario médico del que ambos se distanciaron desde los comienzos de su obra y que sella la necesaria distinción entre la psiquiatría y el psicoanálisis justamente señalada en la obra de Jean Clavreul a la que hice una extensa referencia.
En verdad, como cita muy bien Alfonso Herrera, la psicopatología puede aparecer en el seminario de Lacan como algo que se retoma de Freud para «descomponerlo».
Herrera critica mi atribución al libro de Laplanche Neurosis, perversión, psicosis de 1970 la popularización del tripartito «psicopatológico» mencionado pues el mismo Lacan, en seminarios de los años ’60, aunque sin mencionar los difundidos «mecanismos» de cada una de esas «estructuras» y sin tampoco usar jamás, ni siquiera como hapax, la expresión «estructuras clínicas» , había recurrido unas cuantas veces a los sintagmas «estructura psicótica», «estructura neurótica» y «estructura perversa». Con mucho detalle y citas exactas Alfonso Herrera me señaló esas oportunidades y acepto gustosamente la validez de esas referencias. De todos modos, habrá que ratificar que Lacan nunca mencionó la triaca, arraigadamente milleriana, de VERDRÄNGUNG, VERWERFUNG Y VERLEUGNUNG de la misma manera en que tampoco Freud recurrió a ella. En los albores de su enseñanza si hizo referencia Lacan a otro tripartito VERNEINUNG (denegación), VERDRÄNGUNG (represión) y VERDICHTUNG (condensación) que no tiene nada que ver con ese aporte de Jacques-Alain Miller a una «clínica psicoanalítica» de la que hoy ha tomado distancia según la constancia que dejo en las páginas anteriores de esta entrada, las que son posteriores a mi conferencia en Umbral.
En su correo Alfonso Herrera me recuerda que el 5 de mayo de 1965 (Seminario XII) Lacan habló de “tres planos aislados en relación a las tres variedades de psicosis, neurosis y perversión» y que poco antes (3 de febrero) había dicho; “Si el objeto a es la función que todo el mundo sabe, está claro que él no viene en nuestra incidencia del mismo modo en los diferentes enfermos. Quiero decir que es exigible en lo que va a seguir, les diga lo que es un objeto a en la psicosis, la neurosis, la perversión. Eso no es para nada lo mismo.” Y después, el 16 de junio, insistió: «No es hoy que volveré sobre la repartición de la demanda del Otro (neurosis), del goce del Otro (perversión) y de la angustia del Otro (psicosis) como correspondiendo a las respectivas vertientes de la neurosis, la perversión y la psicosis” (traducción modificada por mí, hoy, 15 de noviembre de 2018). No puedo sino subrayar el valor de estas citas que corrigen mis omisiones.
Con respecto a la noción de «perversión» habrá que insistir en el rechazo de Lacan a la misma y su insistencia en desconstruirla al afirmar que la perversión es «normal», al crear el neologismo homofónico «père-version» y al recurrir a la ironía con que el 24 de mayo de 1967 se refirió a esa «perversion de l’enfant» en relación con el acto sexual normado «normé» según toda la sana «saine» literatura psicoanalítica. Herrera señala otra oportunidad (7 de junio de 1962) en que Lacan habló de «estructura perversa» en relación al masoquismo y que, aun cuando la palabra «perversión» no aparece en el escrito «Kant con Sade» la utiliza, sin reparos, en los seminarios de los días 16 de enero, 27 de febrero y 26 de marzo de 1963 (Libro X, La angustia), cuando escribía el mencionado texto.
Finalmente, en la línea de mi discurso, Herrera me señala otro hapax, este en la obra de Freud, cuando escribe el sintagma «posición subjetiva» (Freud, O. C., edición de Amorrortu, vol. XVIII, p.24).