Discurso de Néstor A. Braunstein por recepción Doctorado Honoris Causa por Universidad Veracruzana
Honorable María Teresa Rosa Jasso, Cónsul de México en Barcelona, Distinguida Rectora de la Universidad Veracruzana, Dra. Sara Ladrón de Guevara, queridos amigos Juan Capetillo, América Espinosa y Ricardo García Valdez, eximio Doctor Antonio Pérez González (Ñiko), presentes en esta ceremonia de investidura y entrega de diploma que cumple para mí un viejo anhelo que es el de ser miembro del Claustro Académico de la Universidad Veracruzana, al que, como tal, espero entregar tiempo y dedicación.
En el momento de recibir, con emoción, con profunda gratitud, este magno galardón que me otorga la Universidad Veracruzana, quiero levantar mi copa para brindar por el presente, por el pasado y por el futuro de la Universidad Veracruzana.
Raras e insólitas son las circunstancias que obligaron a postergar esta ceremonia que debía realizarse el 31 de marzo pasado y que nos permiten reunirnos hoy, de una manera entonces inimaginable, en la primavera siguiente a la que originalmente teníamos prevista. Una situación inusitada, la maldita pandemia, nos ha obligado a cambiar los usos y costumbres pero no altera sino que más bien ahonda los profundos sentimientos de afecto que siento hacia esta casa de estudios. A ella estoy íntimamente ligado desde el día siguiente a mi llegada y estancia en México, en el ya lejano 1974. En ese hoy remoto pasado, encuentro la invitación a venir a México que me formuló un ilustre veracruzano, el Dr. Rafael Velasco Fernández, entonces director de Salud Mental de la Secretaría de Salubridad quien, apenas llegados el 27 de diciembre de ese año, nos invitó a mi esposa, Frida Saal, y a mi hija, Clea, de cinco años, a recibir en su casa y con su familia el año nuevo de 1975. Desde ese día pude entrar en el corazón de Veracruz, junto a una familia de la que nunca me separé, la de quien fuera dos veces rector de esta Universidad, hombre sabio y probo como el que más, el que me hizo amar desde el inicio al país mexicano, al estado de Veracruz y a la ciudad de Xalapa, el que me hizo conocer, junto al sabor del café de Coatepec un fruto, para mí, tan excelso como sus cerezas: el inagotable humor jarocho que debiera ser aprobado como patrimonio de la humanidad y del que dan prueba gráfica y ancestral las caritas sonrientes del estupendo museo de Antropología de la ciudad.
En 1975, apenas llegados, publicamos, con Frida y otros compañeros, un libro que habíamos escrito en circunstancias atroces en la Argentina de la violencia militar y parapolicial: Psicología: ideología y ciencia, obraque está en el origen de mis andanzas intelectuales y universitarias en México. Fue en 1976, 45 años ha, que fuimos invitados, por primera vez, a Xalapa a dar conferencias para debatir las tesis de ese libro. Conocí entonces a mi amigo Juan Capetillo que se entusiasmó con las ideas y las posibilidades prácticas del psicoanálisis en su relación con la vida social y política de la cultura mexicana y universal, unas ideas y una práctica que sigue profesando, a las que difunde sabiamente. A partir de entonces, en viajes sucesivos, invitado por los ahora profesores Juan Capetillo, América Espinosa y Ricardo García Valdez, quienes han promovido y gestionado este homenaje, a los que me liga una intensa, inmensa, gratitud, volví muchas veces a Xalapa, también a Poza Rica y contribuí con entusiasmo a las publicaciones de la Universidad de las cuales en estos días aparece un nuevo libro en el que me incluyo con honor y placer. Brindo, decía, por ese pasado. Brindo también por el presente: tenía pensado pronunciar una conferencia en la fecha original del 31 de marzo de 2020, antes de la ceremonia de entrega del título, suspendida por la irrupción de la peste, pero, de todos modos redactada para la circunstancia. Una conferencia que, al quedar sofocada en su intento de pasar por mi boca, se transformó en un escrito de largas páginas que ya circulan en el Número 10 de Psicoanalítica, la revista de esta benemérita Universidad. Ese es el presente. En mi ensayo doy cuenta de la trayectoria que he cumplido, viniendo de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, que me llevó a la UNAM, en México, presentado también allí por Rafael Velasco Fernández, a quien dedico este homenaje a sabiendas de que su obra es continuada con dignidad por la actual rectora, la doctora Sara Ladrón de Guevara. En posgrados de la UNAM enseñé durante más de 40 años y allí continúo presente a través de mis recuerdos, mis discípulos, mis libros, mis andanzas por el interior de la república mexicana de la que soy ciudadano por elección, mis aventuras fuera del país hasta acabar ahora, al llegar a mis 80 años, en esta hospitalaria ciudad de Barcelona desde la que les hablo, en España. Hablo del presente y de mis 80 años, los mismos que ahora cumple y celebra mi compañero de galardón, Ñiko, Antonio Pérez González, el talentoso, el prodigioso, diseñador a quien quiero también yo festejar y, además, tomarme el atrevimiento, exhibir incluso la vanidad, proverbialmente argentina, de compararme con él arriesgándome a decir que, aunque nunca nos hemos encontrado en persona, hemos recorrido caminos que son los de un oxímoron: vidas paralelas, es decir líneas que nunca se tocan y, a la vez, vías convergentes, que se juntan: juntos estamos en esta rara ceremonia, realizada simultáneamente en distintos continentes, en la mañana xalapeña y en la tarde catalana a uno y otro lado del vasto océano que por lítote llamamos “charco”. Convergencia de las paralelas de Ñiko y Néstor pues los mismos caminos hemos recorrido, con parecidas ideas, en diferentes campos de las confusas distinciones entre especialidades, él con sus atrevidos pinceles, yo con mi heterodoxia psicoanalítica, él desde la Cuba revolucionaria a la vez que libertaria, yo desde la Argentina siempre convulsa, guiados ambos por la idea de mostrar, de pensar y, a la vez, aliviar, el malestar en la cultura, esa lacra que crece, crece sin cesar, en manos de un salvaje capitalismo postindustrial y tecnocrático, sordo a los reclamos de la tierra, de la sociedad y de los sujetos que en ella vivimos, agravada tanto por el virus como por las políticas sanitarias genocidas de los imperios trasnacionales.
Brindemos pues los dos, con nuestros 80 años que al mismo tiempo festejamos, por las sorpresas que esperamos del futuro, del mesías siempre por venir, de quienes ahora estudian y se forman en nuestras universidades y organizaciones, de quienes con azoro ven los posters de Ñiko y leen nuestras propuestas sobre el saber inconsciente, reconociendo, sin engañarnos, que no sobran las razones para ser optimistas pero que navegamos en el mismo barco, el de quienes ignoramos qué nos depara el destino… pero que compartimos la divisa de Horacio: carpe diem. Aprovechemos, horaciananamente, en el crepúsculo de la vida, la luz del día; seamos prudentes, bebamos con nuestros amigos vino pero del bueno, reduzcamos las largas esperanzas al espacio breve de la existencia ya que no podemos prever si nos esperan largos años o estamos ya en el final de nuestros días. Sea como sea, reconocidos y agradecidos, brindemos por el futuro de nuestras esperanzas, el de la universidad que nos honra y el de aquellos que nos superarán haciendo que nuestras ilusiones se conviertan en la realidad que les deseamos.
Brindemos por el futuro de la institución universitaria como campo para la expresión del saber en todas sus formas, la “universidad sin condiciones” que quería Jacques Derrida, el espacio donde todas las voces caben menos las del sectarismo, de las verdades únicas y dogmáticas, bendigamos ese espacio donde los paradigmas se confrontan y se interpelan recíprocamente en momentos en que se quiere, en muchos países, a veces también en el nuestro, excluir al psicoanálisis de la enseñanza. En ese espíritu escribí el texto que ahora circula en Psicoanalítica, el proyecto de una lectura crítica de mi obra de hace tantas décadas que hoy necesita y debe ser reescrita radicalmente, recuperando lo que en ella había de crítica a una psicología servil a los intereses del capitalismo del siglo pasado y extendiendo esa revisión a las condiciones actuales, a la intrusión de ideologías que pretenden excluir, en nombre de la objetividad y del cálculo estadístico, recurriendo a sospechosos algoritmos, nada menos que a la vida concreta de los hombres en la tecnosociedad actual; esta sociedad hostil que tiende al control y a la supresión de las manifestaciones del espíritu. Escribí ese largo ensayo para manifestarme en contra de ese Néstor Braunstein a quien hoy se homenajea y reconoce con la más alta distinción a la que hubiera podido aspirar, una designación que no he, que no hubiera, buscado y que me llegó sorpresivamente, provocando en mí, debo confesarlo, una mezcla de orgullo y, sí, también, vergüenza.
Cuando defiendo en este discurso, por fuerza breve, la universidad sin condiciones me refiero a las universidades como la Veracruzana, como la cordobesa de la que procedo, que en 1917 inició el movimiento internacional por la autonomía universitaria, gobernadas por maestros, estudiantes y personal, públicas, esas casas de altos estudios en donde todas las ideas merecen igual consideración, no incluyo a las universidades gobernadas por principios autoritarios, dogmáticos y comerciales, selectivas, elitistas y discriminatorias.
Por esa forzosa y cruel brevedad puedo apenas rozar pero no dejar de mencionar los sentimientos de deuda y deber que me embargan al pensar en esta universidad de la ciudad de las cien colinas, la Atenas veracruzana, nacida cuando Ñiko y yo teníamos apenas tres años, cuando empezábamos a garabatear con nuestros lápices tiznando papeles él en La Habana, yo en la Córdoba de la Nueva Andalucía.
Leí cuidadosamente el acta del Consejo Académico y tuve la fortuna de encontrar en ella un aspecto, un momento fugaz, una adicional visión estimulante. El doctorado honoris causa que hoy recibo, agradecido y con los brazos abiertos, no fue aprobado por unanimidad. Hubo quien, ante la propuesta, se abstuvo de votar en mi favor. No sé quién es ese consejero pero su existencia y su voto me llevan a ver en él un rasgo personal, a decirle que coincido, que adhiero a su postura y que agradezco su renuencia a hacer de la aprobación un acto de complacencia y cooptación. Más aun, les confieso que, si en mi conciencia hubiese un jurado con esos doce miembros cuya tradición nos viene de Esquilo, yo no me hubiese aprobado con un veredicto decidido por unanimidad. ¿Aprobado? Quizás sí, pero por decisión dividida. ¿Estoy satisfecho con lo que he enseñado, escrito, practicado, del psicoanálisis? Sí… Sí, pero no. No del todo. Puede que el tiempo inclemente no me permita continuar por mucho tiempo en mi empeño. Pero bien sé que mi obra no está terminada y nunca lo estará, que cuando deje esta tierra quedarán en los cajones de mi escritorio algunas décimas sinfonías y bastantes obras inconclusas sin número de opus. Sé que esos empeños inacabados llevarán el germen de una rebelión contra mi obra anterior que otros podrán, si lo consideran deseable, concretar. Puedo decir en mi descargo, contra quienes desde mi fuero interno me acusan, que nunca quise ser idéntico a mí mismo. Siempre pretendí seguir el ejemplo de mis maestros, Freud y Lacan; ellos nunca escribieron sus textos para confirmar lo que ya habían publicado. O, si me permiten expresarme mejor y para evitar equívocos, decirles que quiero seguir siendo el mismo, es decir, uno que constantemente fue diferente de sí mismo. Si algo puedo transmitir a quienes han seguido mis clases y cursos, a quienes se han analizado conmigo, es eso: sigan distinguiéndose, desidentificándose de las inmóviles estatuas, destituyendo a los amos del saber, corrigiendo, aprendiendo, estudiando, leyendo el tiempo, pues el tiempo que vivimos, nuestro tiempo, está escrito y hace falta saberlo descifrar, saber leer e interpretar esta época azarosa que atravesamos y nos atraviesa, actuando en la vida universitaria y en la vida social, en el arte, en la política, en los lazos de amistad y familia, en la creación de nuevas realidades, en la denuncia de la sórdida marcha hacia una humanidad uniformada, obediente a consignas emanadas de máquinas y robots. Solo así, siendo infiel a los que fui, podré ser digno del homenaje que hoy, con auténtico orgullo y humildad, como les decía, recibo de esta fecunda y generosa Universidad Veracruzana. Mis amigos, los que me quieren, que no son todos, han dicho unánimemente que este doctorado es merecido. Cuentan aquí, en España, que cuando el Rey Alfonso XIII concedió la Medalla de Oro a don Miguel de Unamuno, él, en su discurso, dijo que agradecía que por fin le hubieran concedido un premio tan merecido. Cuando en el ágape, minutos después, se encontraron bebiendo una copa de vino, el Rey le dijo sonriente: “¡Hombre! Me ha sorprendido y hecho gracia que digas que este honor es para ti tan merecido; todos aquellos a quienes se lo hemos concedido antes, absolutamente todos, lo primero que dijeron es que era totalmente inmerecido”. A lo cual replicó rápido don Miguel: “Y tenían razón, ninguno se lo merecía”. Pues, a no dudarlo, hoy me incluyo en el grupo que Unamuno mencionó: no me merezco este honor. Y por eso, lo agradezco a ustedes doblemente… No me digan que es merecido; les pido que den por buena mi palabra: apenas lo que ambiciono, lo que aspiro, lo que deseo de corazón, llegar a merecerlo. Muchas gracias